viernes, 10 de diciembre de 2010

Trozos

Con algunas de sus actuaciones ZP da la impresión no solo de debilidad sino de gobernante poco previsor que, al actuar tardíamente, se mete en callejones y tiene que terminar tomando medidas indeseables, repugnantes para su ideología y, por lo mismo, para su popularidad. Me refiero a la congelación de las pensiones, a la retirada de las ayudas de cuatrocientos dólares a los parados o la militarización de la navegación aérea…



Después de haber oído al presidente, queda más claro que nunca la cerrazón de los controladores y la imprevisión del gobierno. Si conocía la determinación de aquéllos de echarse al monte, ¿por qué aprobó el recorte de sus sueldos y el aumento de sus horas de trabajo justo el día que comenzaba el mayor puente del año? Si no era una torpeza, era una provocación. Y si fue una provocación, le salió el tiro por la culata, al desencadenar precisamente lo que quería evitar.
Por no hablar ya de cómo lo hizo. Echando mano del estado de alarma, esa bomba atómica del orden constitucional. Es más, la militarización de los controladores se decretó antes del estado de alarma, lo que arroja dudas sobre su legalidad. Con el agravante de que esa militarización se basa en una ley franquista, la de Movilización Nacional de 1969, superada por la Constitución de 1978, que sólo permite militarizaciones en estado de sitio, no decretado por el gobierno. ¿Porque el estado de sitio requiere la aprobación del Congreso, y el estado de alarma, no? Dada la forma temeraria e incompetente que tiene de actuar el gobierno, la pregunta es legítima.


Gobernar es enfrentarse a la realidad y la afición española a los paños calientes hace que en pocas ocasiones el Ejecutivo, como corresponde, conjugue el verbo ejecutar. Ayer el Congreso le refrendó al Gobierno una sobredosis de alarma y, como decía mi abuela Rafaela, las sobredosis no son buenas ni aunque fueran de agua bendita. La prolongación del estado de alarma nos permite la sospecha de una parte sumergida del iceberg del conflicto o, peor todavía, una licencia para aliviar al Gobierno de los incómodos, pero imprescindibles, trámites que, en el Estado de Derecho, exige la liturgia garantista.

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