AUNQUE a los deudos de Adolfo Suárez les irrita cualquier comparación histórica con Zapatero, al que consideran carente de la generosidad y la grandeza del gran protagonista de la Transición, existe un hilo objetivo de similitud en el carácter audaz de ambos y en su inclinación por el aventurerismo político, esa tendencia a embarcarse en desafíos no controlados basándose en una intensa autoconfianza y en una especial habilidad para la improvisación.
Ese paralelismo parcial, de moda durante la primera y triunfal etapa de poder zapaterista, se ha intensificado en los últimos años al producirse en torno al actual presidente un fenómeno de desgaste acelerado semejante al que acabó con la dimisión de su primer antecesor.
Hubo un momento, a finales de 1980, en que Suárez perdió de golpe su seductor carisma de demiurgo y se convirtió en la diana de todos los conflictos de un país económicamente estancado e institucionalmente débil, hasta el punto de generar un repudio unánime que le identificaba como el problema esencial de aquella crisis de Estado.
El proceso de desprestigio resultó extremadamente similar al que ahora ha triturado el liderazgo de Zapatero, si bien hay tres diferencias esenciales: el peligro militar, afortunadamente desvanecido en la España contemporánea; la solidez del Partido Socialista frente a aquella UCD descuartizada y, por último, la salida a través de la renuncia más o menos forzosa del responsable principal del colapso.
Salvadas las distancias circunstanciales, la escena pública española vive ahora pendiente del momento en que Zapatero acabe de aceptarse a sí mismo como el eje de un bloqueo político que compromete la estabilidad de la nación y las perspectivas electorales de su partido.
A estas alturas nadie parece dudar, ni dentro ni fuera del PSOE, de que haya interiorizado ya su propio descarte como candidato; la incógnita consiste en primer lugar en saber cuándo lo hará público, y en segundo término en si ese paso atrás implicará también una retirada inmediata del poder que cierre el círculo plutarquiano de la analogía suarista.
En favor de esta última hipótesis cuenta el protagonismo creciente de un Pérez Rubalcaba que cada vez reúne un más acusado perfil de heredero de emergencia y en cuyo rostro de apesadumbrada gravedad se encarna a día de hoy el fantasma de Leopoldo Calvo-Sotelo.
Treinta años exactos después del comienzo de la caída del suarismo, España vive en todo caso un peculiar ritornellode su propia experiencia histórica.
La aventura equinoccial del zapaterismo se precipita hacia el fracaso en medio de un fragor de conspiraciones y dudas.
El país a la deriva, las instituciones bloqueadas, la oposición a la espera y el presidente hundido.
Tratándose de Zapatero, sin embargo, el margen de sorpresa nunca es descartable.
Está escrito que las tragedias históricas suelen repetirse como farsas.
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