En imitación de James Bond, a quien su padre, Ian Fleming le concedió «licencia para matar», los políticos —nacionales, autonómicos o locales— que han surgido al calor de la Transición se consideran con «licencia para gastar».
Y derrochan.
El sistema de que nos hemos dotado es caro e injusto en la aplicación del gasto.
Por ejemplo, suele ser bien admitido el hecho de que tengamos en España más de un millón y medio de alumnos en la Universidad y que, independientemente de su dedicación y aprovechamiento, satisfagan como precio total una matrícula que apenas llega a cubrir una décima parte del coste total de la enseñanza que reciben y los medios que utilizan.
El resto lo satisfacen los impuestos de los demás, incluidos los de los viejecitos sin posibles que viven, de milagro, con una escuálida pensión. A eso se le llama Estado de bienestar. Supongo que se refiere a los estudiantes y no a los viejecitos.
Lo del coche oficial, que suele ser tildado de «perejil del loro», no es baladí.
Es un síntoma claro de abuso de autoridad.
Salvo en actos oficiales de gran ringorrango protocolario, no encuentro más de un centenar de personas en toda la Nación que justifiquen, por su cargo y función, un coche de alto nivel atendido por los conductores suficientes para completar la disponibilidad diaria y sin límites horarios.
Todo lo demás es exceso.
Como lo es el ofensivo privilegio de plazas de aparcamiento reservado en la vía pública para esos eventuales del poder que olvidan que sus prerrogativas se limitan a las horas de trabajo y no imprimen carácter.
Si, un concejal de no sé qué o un director general de no sé cuantos no pueden viajar en su propio automóvil, en autobús o en metro, esto no necesita reformas.
Se requiere una revolución.
miércoles, 22 de diciembre de 2010
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