Por Javier Gómez de Liaño, abogado y juez en excedencia (EL MUNDO, 09/12/11):
Escrito que, para su firma y rúbrica, brinda a Jamal Zougam un abogado de oficio a quien la condena de un inocente siempre le produjo viva desazón y que cada vez que una de esas sentencias se revoca y, por tanto, el fallo injusto se elimina, siente un alivio infinito. Tanto como cuando oye decir al director de este periódico que están decididos a seguir buscando la verdad hasta que el infierno se hiele.
Excmo. Sr. Ministro de Justicia:
Jamal Zougam, de 38 años de edad, como nacido el 5 de octubre de 1973, natural de Tánger (Marruecos), hijo de Mohamed y de Aicha, de estado civil soltero y titular del N.I.S. X-8524666, ante V.E. comparece y con los debidos respetos,
EXPONE: Que con fecha de 31 de octubre de 2007, la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional dictó sentencia en la que se me condena a 42.922 años de prisión por los atentados cometidos en Madrid el 11 de marzo de 2004, al considerar probado que yo era miembro de una célula terrorista de tipo yihadista y que, como tal, fui autor de 191 homicidios consumados y de 1.856 homicidios en grado de tentativa. La sentencia de la Audiencia Nacional fue confirmada por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo el 17 de julio de 2008 y la pena la cumplo en el Centro Penitenciario de Villena (Alicante) en régimen de aislamiento, situación en la que me encuentro desde el 13 de marzo de 2004, que fue cuando preventivamente me encarcelaron.
Doy por hecho, señor, que V.E. conoce que mi condena, según los magistrados que la decretaron, se funda en la identificación que de mí hicieron tres viajeros de uno de los trenes, a los que se otorgó el estatuto de testigos protegidos con las claves J-70, C-65 y R-10, hasta el extremo de calificar sus testimonios de «claros, independientes y concordantes, sin fisuras (…)».
Pues bien, resulta y espero acertar si supongo que habrá leído la información, que esta semana, durante tres días consecutivos, el diario EL MUNDO ha publicado unas investigaciones en relación con esos testigos que me atrevo a calificar de terribles. La ligereza con la que procedieron los tres, uno de los cuales ni siquiera estuvo en el juicio, raya en lo inconcebible, aunque también confirma lo que desde el primer momento mucha gente pensó, o sea, que más que testigos protegidos, fueron elegidos y que sobre ellos algunos funcionarios policiales es muy probable que ejercieran una presión insoportable, sin descartar el precio, la recompensa o la promesa.
Estoy convencido, pues, de que atendida la publicación a la que aludo, hoy aquellas declaraciones no habrían de merecer opinión tan elogiosa de ser testimonios «de una firmeza y seguridad encomiables», que es como la sentencia calificó las deposiciones.
Esto sin contar que el presidente del tribunal cercenó cualquier intento de cuestionar la fiabilidad de las dos testigos que comparecieron, pues por mucha que fuera la protección dispensada, ello impedía a la defensa conocer la identidad de las personas a las que interrogar y preguntar acerca de datos que, precisamente, hubieran permitido demostrar que esos testigos eran parciales e indignos de crédito. Si esos testimonios que sirvieron para condenarme hubieran sido examinados con el ineludible espíritu crítico y analizados meticulosamente, la conclusión no hubiera sido la alcanzada por sus señorías, aunque, a decir verdad, ya por entonces no eran pocos los indicios que apuntaban cuán peligrosamente estaban expuestas al error. Quiero pensar que si el tribunal hubiera conocido lo que hoy se sabe de tan amparados y blindados testigos J-70, C-65 y R-10, ninguno les hubiera merecido fe alguna.
Los abogados que me defienden han declarado que mi condena es el error más grave de la historia judicial española y también que, para hacer viable la revisión de la sentencia, van a presentar una querella por falso testimonio contra las dos rumanas, cuñadas entre sí, que comparecieron y pronunciaron mentira.
Yo no soy nadie para decir si ese es el camino más correcto, que, a no dudar, lo es y no saben ellos, los señores letrados, lo muy agradecido que les estoy, pero, además de esa iniciativa, si me dirijo a V.E. es porque creo que la grandeza de su corazón no habrá de permitirle encogerse de hombros ante mi inocencia destruida por la justicia penal.
He leído, señor ministro, pues tiempo no me falta para hacerlo, que el recurso que le pido ordene interponer al fiscal general del Estado es excepcional y que el Tribunal Supremo, en una reciente sentencia, lo mismo que antes hiciera en otras, afirma que el juicio de revisión sólo es admisible en los cuatro supuestos legalmente tasados. No obstante, me reconforta saber que para tan alto tribunal la esencia del recurso es preservar el necesario y saludable equilibrio entre seguridad jurídica y Justicia o, lo que es igual, que, a la larga, lo trascendental es que la verdad material triunfe frente a la verdad formal.
He visto, también, que uno de los casos que permite la revisión es cuando se sufre condena a causa de testimonios que luego son declarados falsos en sentencia firme, pero se me ocurre si, tal vez, mi recurso no podría ir porque después de la sentencia que me tiene aquí encerrado ha sobrevenido el conocimiento de nuevos hechos que evidencian ser inocente; esto es, que la prueba de testigos y que fue la base de mi condena, ha quedado totalmente desvirtuada por las investigaciones publicadas.
Porque juro, señor ministro, que nada tuve que ver con ese terrible atentado. No hay ser humano que pueda decir que me vio, como tampoco lo hay que pueda afirmar sin mentir que yo estaba en los trenes. Esto lo vengo proclamando desde que me detuvieron y lo repito todos los días para mis adentros en la cárcel de Villena, donde vivo aislado en la celda durante 20 horas al día. Es lo mismo que declaré el 2 de julio de 2007, al final del juicio, cuando, en uso del derecho a la última palabra, afirmé que la Policía sabía que esos testigos no eran de verdad y que esperaba que algún día se demostrase que mintieron o se equivocaron. Mi madre Aicha y mi hermana Samira han dicho varias veces que la noche del 10 al 11 de marzo de 2004 yo la pasé en casa y que en la mañana siguiente, cuando la televisión y la radio daban la noticia del atentado, dormía junto a mi hermano Mohamed. Lo dijeron en la fase de instrucción del sumario e incluso en el juicio. Sin embargo, la sentencia no otorgó validez a esos testimonios.
Señor Ministro. Créame. Esta instancia es una súplica de Justicia. La formulo en nombre propio y en el de mi madre, que noche tras noche permanece en vela rogando al cielo que le ayude a conseguir que la justicia me exculpe de unos terribles crímenes que no son míos. Haga todo lo que esté a su alcance, que es mucho, para reparar el error. Nunca la inocencia estuvo más probada ni la culpabilidad menos demostrada como en mi caso. No se trata de menospreciar otros procesos con errores judiciales. Tan es así que le confieso que aspiro a que el mío sirva para levantar un dique eficaz contra la indolencia de quienes entienden que las sentencias erróneas son fenómenos aislados y los errores judiciales algo lamentable, pero natural y sin duda inevitable.
Si por ventura, previa formación de expediente, V.E. ordenase la interposición del recurso extraordinario de revisión, pese a las dificultades que ese juicio encierra, pues me consta que el principal escollo es eso que llaman santidad de la cosa juzgada, confío en que serán los propios magistrados autores de la sentencia de condena los primeros en celebrarlo.
Desconozco su nombre, señor, pues en breves días el actual ministro de Justicia dejará el cargo para ser ocupado por quien el nuevo presidente de Gobierno nombre, pero lo que sí sé es que atender mi ruego sólo pueden hacerlo personas de espíritu elevado, como lo tienen quienes piensen que admitir que se ha condenado a un inocente refuerza la autoridad moral del Estado. A un magistrado que hoy ejerce de abogado, le escuché decir que nada acrecienta más la confianza de un pueblo en la Justicia que saber que un condenado inocente puede lograr la revocación de la sentencia errónea.
Acabo, excelentísimo señor. Justificado, creo yo y lo creo con la humildad que he pretendido hacerlo, el error en que se incurrió al condenarme a las penas que extingo y sin perjuicio de las demás comprobaciones que V.E. estime convenientes, considero que es de rigurosa justicia poner término a los sufrimientos que con tal motivo vengo padeciendo.
Por lo expuesto;
SUPLICO A V.E. que, previa instrucción del oportuno expediente, con arreglo a lo dispuesto en el artículo 956 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y por considerar que hay fundamento para ello, se sirva ordenar al Excmo. Sr. fiscal general del Estado que interponga el correspondiente recurso de revisión contra la sentencia de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que aquí me tiene confinado. Es gracia que espero merecer de V.E., cuya vida guarde Dios muchos años y que de otorgarme impedirá la completa consumación de la condena injusta que me fue impuesta y evitará en lo posible los efectos de la cruel buena fe de quienes así juzgaron.
Otrosí de un letrado en prácticas: Frente a quienes defienden la excepcionalidad o carácter restringido del recurso de revisión, postulo su admisión con largueza, que es como el proceso de rescisión se concibió durante la Revolución Francesa una vez superada la falsa creencia de la imposibilidad de condenas injustas.
Segundo otrosí de una romántica licenciada. Como Bartolomeo Vanzetti dijo al juez Webster Thayer antes de ser condenado a muerte por un delito de asesinato que juraba y perjuraba no haber cometido, estoy convencida de que Jamal Zougam asumiría aquellas palabras de «No le desearía a un perro o a una persona, a la criatura más baja y desafortunada de la tierra, no le desearía a ninguno de ellos lo que sufrido».
Tercer otrosí de un apasionado jurisperito. El inhumano y degradante régimen de aislamiento que sufre Jamal Zougam en la cárcel de Villena y como él o parecidos a él, algunos internos recluidos en otras prisiones -el caso más reciente es el de un tal Lozano en el centro de Valdemoro-, bien merecería la intervención de los señores jueces de Vigilancia Penitenciaria, y hasta justificaría la aplicación a la aún secretaria general de Instituciones Penitenciarias, señora Gallizo, y a los directores directamente responsables, del artículo 533 del Código Penal que castiga a quienes impusieren a los reclusos sanciones o privaciones indebidas o usaren con ellos un rigor innecesario.
sábado, 10 de diciembre de 2011
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