Unos son ignorantes, otros sectarios, otros oportunistas, en casos patológicos, coinciden las tres condiciones. Los peores, no obstante, son los resentidos.
Con los que deciden, impulsan, promueven, alientan o consienten en algunas Comunidades Autónomas una política de discriminación hacia la lengua común de todos los españoles, no cabe ningún discurso racional.
Somos 440 millones de hablantes. Tenemos un tesoro: la segunda lengua de comunicación internacional; una asignatura optativa que gana créditos en los planes de estudios; un idioma útil para la relación -fugaz, pero significativa- entre el turista agobiado por la intendencia y su interlocutor en la recepción del hotel o en el aeropuerto de destino.
Hay estudios recientes muy valiosos sobre el atlas geopolítico de nuestra lengua y sobre su proyección socioeconómica en la era global. Todo va bien, con una salvedad: ciencia, tecnología, apuesta por la red... Un reto para la próxima generación. Una vez más, las anteriores han dado un paso de gigante: nacimos premodernos y vamos a morir posmodernos. Jugamos bien en deportes, en cultura, en construcción mediática de la realidad. Damos lecciones de adaptación al Espíritu de la Época. Ya era hora. Sin embargo, persisten algunos rasgos atávicos. Quizá no tienen remedio.
Nos quedan aldeanos inasequibles al desaliento en nombre de sus falsos dioses paganos. «Pagus», es decir, aldea. Nacionalismo historicista y de corte romántico, aplastado en las sociedades desarrolladas por el peso de la razón ilustrada. Aquí se creen modernos, absurda paradoja. Hablan, a veces mal, hermosas lenguas periféricas que los demás españoles sentimos también como propias. Muy a su pesar, me temo.
Nos quedan aldeanos inasequibles al desaliento en nombre de sus falsos dioses paganos. «Pagus», es decir, aldea. Nacionalismo historicista y de corte romántico, aplastado en las sociedades desarrolladas por el peso de la razón ilustrada. Aquí se creen modernos, absurda paradoja. Hablan, a veces mal, hermosas lenguas periféricas que los demás españoles sentimos también como propias. Muy a su pesar, me temo.
Llaman «normalizar», horrible verbo, a buscar una revancha ridícula a estas alturas del tiempo histórico.
Lo peor es la persecución del castellano. Lengua española oficial del Estado, dice el artículo 3 de la Constitución. Idioma de alcance universal que gana fuera las batallas culturales que pierde en casa. Si no fueran compatriotas, lo más fácil sería decir que es «peor para ellos». Cometen una terrible injusticia con esa entelequia que dicen amar por encima de todas las cosas. A los muchos males del sistema educativo, añaden otro todavía peor. Si tampoco hablan español, ¿qué va a ser de estos niños en la sociedad global? Llegará el día en que las subvenciones no sean suficientes y se agoten las plazas de traductores de la lengua regional. La nómina de los filólogos amenaza con la quiebra del presupuesto autonómico mejor dotado. Así perdemos todos, pero no les importa: sólo van a lo suyo.
Lengua y nación. Volvemos al túnel del tiempo. Herder fue el teórico más conocido. Por fortuna, está perdido en la letra pequeña y menos gloriosa de la historia de la teoría política. Una legión de poetas, no siempre inspirados. Estudiosos del folklore, los mitos, las tradiciones; esto es, el Espíritu del Pueblo, vieja tesis de la escuela antigua. Dicen que son modernos, pero les faltan los requisitos básicos: Ilustración, positivismo, constitución normativa. Por ahí fuera suelen ser muy de derechas, con tendencia incluso a ser «ultras». Valgan como ejemplo los nacionalistas flamencos, aunque no son los únicos. Aquí, en cambio, llevan disfraz de izquierdistas. Todos sabemos por qué, nos conocemos demasiado. Controlan su territorio autonómico y desvarían en cuanto les dejan. Tapan la ineficacia bajo el manto ficticio de la causa seudonacional. Utilizan a los oportunistas y se dejan utilizar por ellos. Casi siempre miramos para otro lado, por desidia o por hastío, a veces por conveniencia. Conducen a su comunidad hacia el desastre cultural. Nos obligan a sufrir en lugar de disfrutar por el éxito colectivo llamado Transición. Campeones de Europa, incluso... Les gustaría secuestrar nuestra alegría natural como españoles. Menos mal que no pueden. El castellano ganará con absoluta certeza esta batalla desigual. Sin embargo, personas de carne y hueso, padres abrumados, adolescentes perdidos, son víctimas de una mezcla singular entre dogmáticos y ventajistas. España, como el elefante de Kipling, no es consciente de su propia capacidad. Si empezamos por decir la verdad, habremos dado un gran paso adelante.
Defendamos, pues, la lengua de nuestros derechos. El título, como es notorio, remite en su parte sustancial a un libro espléndido del maestro García de Enterría, precisamente su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Dicho sea de paso: sería muy positivo escuchar a la docta corporación con un parecer mesurado y razonable, como es propio. Estudia allí nuestro distinguido jurista la lengua de los derechos, esto es, la traducción en conceptos de ese milagro de la civilización que llamamos Estado constitucional. Aquí y ahora, el español es la forma más noble de la lucha por el Derecho. Que nadie haga trampas. Catalán, vascuence, gallego, cualquier otra expresión de la cultura española, nos pertenecen a todos. Son grandes lenguas en cooperación con el castellano. Dejan al descubierto sus límites cuando actúan con pretensión excluyente y discriminatoria. Da igual que el Gobierno nacional o autonómico necesite unos cuantos votos de ciertos socios radicales. La postura de unos pocos desleales que viven en un centímetro cuadrado no debe alterar el futuro de un idioma que aborda el siglo XXI en el mejor momento de su brillante historia. Cosas de la vida. El Manifiesto y sus secuelas me pillan muy lejos. Hablo en sentido literal, no metafórico. Ahora conozco un poco más de Islandia que hace unos días. Sabía lo mismo que ustedes: saga, geyser, volcanes, elfos y un poco de los vikingos. Hermoso país, desde luego. Suena muy armónica la lengua natural de los trescientos y pico mil islandeses. No le falta tradición literaria y es muy recomendable leer a su premio Nobel, Halldór Laxness. Pero todos, sin una sola excepción, hablan un inglés fluido, producto de la escuela y de la televisión. No es su lengua propia, claro está, como sucede con el castellano en toda España. La diferencia es muy significativa.
Llegamos al Manifiesto. Hacen mucho ruido y despiertan conciencias dormidas. No es nueva la denuncia que allí se formula. El PP lo ha dicho con frecuencia; antes, durante y después del congreso de Valencia, para que nadie discuta. Los medios de comunicación independientes lo tienen claro desde el primer día, como saben de sobra los lectores de ABC. Hay asociaciones valientes y entusiastas y padres luchadores que han llevado su problema hasta el ámbito jurisdiccional. Esta vez tienen más repercusión, no hace falta que les cuente por qué. Curiosa la copia, una vez más, del modelo francés. Con una variante singular: allí los intelectuales desengañados apoyan -todavía- a Nicolás Sarkozy. Aquí parece que no. En todo caso, es lo de menos. Una causa justa no necesita razones adicionales para su defensa. Escriben muy bien los autores del documento, como era fácil suponer a la vista de las firmas. Han logrado adhesiones en muchos lugares. Exigen a los partidos que tomen postura. Dicen la verdad: por tanto, sean bienvenidos al gremio. Gracias y enhorabuena, más allá de preferencias subjetivas o intereses particulares. Ojalá tengan éxito. Por si acaso sirve de algo, yo también me adhiero públicamente al Manifiesto.
Lengua y nación. Volvemos al túnel del tiempo. Herder fue el teórico más conocido. Por fortuna, está perdido en la letra pequeña y menos gloriosa de la historia de la teoría política. Una legión de poetas, no siempre inspirados. Estudiosos del folklore, los mitos, las tradiciones; esto es, el Espíritu del Pueblo, vieja tesis de la escuela antigua. Dicen que son modernos, pero les faltan los requisitos básicos: Ilustración, positivismo, constitución normativa. Por ahí fuera suelen ser muy de derechas, con tendencia incluso a ser «ultras». Valgan como ejemplo los nacionalistas flamencos, aunque no son los únicos. Aquí, en cambio, llevan disfraz de izquierdistas. Todos sabemos por qué, nos conocemos demasiado. Controlan su territorio autonómico y desvarían en cuanto les dejan. Tapan la ineficacia bajo el manto ficticio de la causa seudonacional. Utilizan a los oportunistas y se dejan utilizar por ellos. Casi siempre miramos para otro lado, por desidia o por hastío, a veces por conveniencia. Conducen a su comunidad hacia el desastre cultural. Nos obligan a sufrir en lugar de disfrutar por el éxito colectivo llamado Transición. Campeones de Europa, incluso... Les gustaría secuestrar nuestra alegría natural como españoles. Menos mal que no pueden. El castellano ganará con absoluta certeza esta batalla desigual. Sin embargo, personas de carne y hueso, padres abrumados, adolescentes perdidos, son víctimas de una mezcla singular entre dogmáticos y ventajistas. España, como el elefante de Kipling, no es consciente de su propia capacidad. Si empezamos por decir la verdad, habremos dado un gran paso adelante.
Defendamos, pues, la lengua de nuestros derechos. El título, como es notorio, remite en su parte sustancial a un libro espléndido del maestro García de Enterría, precisamente su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Dicho sea de paso: sería muy positivo escuchar a la docta corporación con un parecer mesurado y razonable, como es propio. Estudia allí nuestro distinguido jurista la lengua de los derechos, esto es, la traducción en conceptos de ese milagro de la civilización que llamamos Estado constitucional. Aquí y ahora, el español es la forma más noble de la lucha por el Derecho. Que nadie haga trampas. Catalán, vascuence, gallego, cualquier otra expresión de la cultura española, nos pertenecen a todos. Son grandes lenguas en cooperación con el castellano. Dejan al descubierto sus límites cuando actúan con pretensión excluyente y discriminatoria. Da igual que el Gobierno nacional o autonómico necesite unos cuantos votos de ciertos socios radicales. La postura de unos pocos desleales que viven en un centímetro cuadrado no debe alterar el futuro de un idioma que aborda el siglo XXI en el mejor momento de su brillante historia. Cosas de la vida. El Manifiesto y sus secuelas me pillan muy lejos. Hablo en sentido literal, no metafórico. Ahora conozco un poco más de Islandia que hace unos días. Sabía lo mismo que ustedes: saga, geyser, volcanes, elfos y un poco de los vikingos. Hermoso país, desde luego. Suena muy armónica la lengua natural de los trescientos y pico mil islandeses. No le falta tradición literaria y es muy recomendable leer a su premio Nobel, Halldór Laxness. Pero todos, sin una sola excepción, hablan un inglés fluido, producto de la escuela y de la televisión. No es su lengua propia, claro está, como sucede con el castellano en toda España. La diferencia es muy significativa.
Llegamos al Manifiesto. Hacen mucho ruido y despiertan conciencias dormidas. No es nueva la denuncia que allí se formula. El PP lo ha dicho con frecuencia; antes, durante y después del congreso de Valencia, para que nadie discuta. Los medios de comunicación independientes lo tienen claro desde el primer día, como saben de sobra los lectores de ABC. Hay asociaciones valientes y entusiastas y padres luchadores que han llevado su problema hasta el ámbito jurisdiccional. Esta vez tienen más repercusión, no hace falta que les cuente por qué. Curiosa la copia, una vez más, del modelo francés. Con una variante singular: allí los intelectuales desengañados apoyan -todavía- a Nicolás Sarkozy. Aquí parece que no. En todo caso, es lo de menos. Una causa justa no necesita razones adicionales para su defensa. Escriben muy bien los autores del documento, como era fácil suponer a la vista de las firmas. Han logrado adhesiones en muchos lugares. Exigen a los partidos que tomen postura. Dicen la verdad: por tanto, sean bienvenidos al gremio. Gracias y enhorabuena, más allá de preferencias subjetivas o intereses particulares. Ojalá tengan éxito. Por si acaso sirve de algo, yo también me adhiero públicamente al Manifiesto.
Vivir en castellano
TODOS los cargos públicos del Estado o de las comunidades autónomas juran o prometen cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes como requisito previo a la toma de posesión de su cargo. Así pues, desde el presidente del Gobierno hasta la última autoridad territorial tienen una responsabilidad para que se cumpla en su plenitud el artículo 3 de la Norma Fundamental: el castellano es la lengua española oficial del Estado y todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Ha llegado la hora de utilizar los instrumentos propios del Estado democrático para que las normas se apliquen con rigor en la realidad social. Los ciudadanos tienen derecho a relacionarse con cualquiera de las administraciones públicas en castellano y, en su caso, en la lengua cooficial correspondiente. Los padres tienen un derecho fundamental a elegir libremente la educación de sus hijos en la lengua común, sin sufrir por ello coacciones de ningún tipo o sin que la opción que se les otorga teóricamente sea inexistente en la práctica. No sólo está en juego la vertebración territorial, sino también los derechos inalienables de la persona, que son el fundamento del orden jurídico y la paz social.
ABC ha defendido siempre estos principios elementales y se congratula de que el reciente Manifiesto, hecho público por un grupo de intelectuales, haya alcanzado notable repercusión. La portada de hoy refleja con la excepcional sutileza y la genialidad del maestro Mingote -secundado en páginas interiores por Martinmorales, Julio Cebrián, Máximo, Puebla, José María Gallego, Idígoras y Patxi- el compromiso de este periódico centenario con la defensa del tesoro cultural que constituye la lengua española, pero también con las libertades públicas que configuran la seña de identidad de nuestro Estado de Derecho. Todos los españoles tenemos que poder vivir en plenitud en la lengua común, cualquiera que sea el lugar de residencia, desde la escuela primaria a la atención médica, pasando por el rótulo de los establecimientos, la redacción de contratos o la solicitud de una autorización administrativa. En nombre de una falsa «normalización», determinadas comunidades autónomas imponen la exclusión del castellano de manera discriminatoria para muchos miles de ciudadanos, al tiempo que se empobrece el bagaje cultural de las generaciones futuras. Más allá de las conveniencias partidistas, ha llegado el momento de exigir a los responsables políticos una actuación inequívoca en defensa de la legalidad y del sentido común. Las cosas han ido demasiado lejos y resulta ya imprescindible evitar que esta situación inaceptable se consolide por la fuerza de los hechos.
La lengua común es un activo de primer orden para la historia y la cultura de nuestro país. Su repercusión universal es hoy día una feliz realidad que nos permite afrontar con expectativas muy favorables la sociedad global propia de nuestro tiempo. La demanda en el plano internacional crece de forma imparable mientras que algunos dirigentes autonómicos practican una política sectaria sin que el Gobierno haga nada por evitarlo. Las instituciones culturales tienen una ocasión de oro para hacer efectiva su razón de ser, desde la Real Academia Española al instituto Cervantes. Los ministerios competentes en materia de Educación y Cultura deben analizar con todo rigor la situación y poner en marcha los recursos jurídicos pertinentes. El departamento de Administraciones Públicas tiene aquí una magnífica oportunidad para ejercer sus funciones de coordinación. El propio Ministerio para la Igualdad debería ampliar su programa de actividades más allá del género, porque estamos ante un caso patente de una de las discriminaciones prohibidas por el artículo 41 de la Constitución. El PP ha manifestado claramente su postura y sería deseable que también el PSOE y otros partidos de ámbito nacional -o, simplemente, respetuosos con la legalidad y el sentido común- hagan llegar a los ciudadanos su opinión al respecto. El Estado de Derecho tiene instrumentos suficientes para que los poderes públicos dejen de actuar de forma arbitraria.
TODOS los cargos públicos del Estado o de las comunidades autónomas juran o prometen cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes como requisito previo a la toma de posesión de su cargo. Así pues, desde el presidente del Gobierno hasta la última autoridad territorial tienen una responsabilidad para que se cumpla en su plenitud el artículo 3 de la Norma Fundamental: el castellano es la lengua española oficial del Estado y todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Ha llegado la hora de utilizar los instrumentos propios del Estado democrático para que las normas se apliquen con rigor en la realidad social. Los ciudadanos tienen derecho a relacionarse con cualquiera de las administraciones públicas en castellano y, en su caso, en la lengua cooficial correspondiente. Los padres tienen un derecho fundamental a elegir libremente la educación de sus hijos en la lengua común, sin sufrir por ello coacciones de ningún tipo o sin que la opción que se les otorga teóricamente sea inexistente en la práctica. No sólo está en juego la vertebración territorial, sino también los derechos inalienables de la persona, que son el fundamento del orden jurídico y la paz social.
ABC ha defendido siempre estos principios elementales y se congratula de que el reciente Manifiesto, hecho público por un grupo de intelectuales, haya alcanzado notable repercusión. La portada de hoy refleja con la excepcional sutileza y la genialidad del maestro Mingote -secundado en páginas interiores por Martinmorales, Julio Cebrián, Máximo, Puebla, José María Gallego, Idígoras y Patxi- el compromiso de este periódico centenario con la defensa del tesoro cultural que constituye la lengua española, pero también con las libertades públicas que configuran la seña de identidad de nuestro Estado de Derecho. Todos los españoles tenemos que poder vivir en plenitud en la lengua común, cualquiera que sea el lugar de residencia, desde la escuela primaria a la atención médica, pasando por el rótulo de los establecimientos, la redacción de contratos o la solicitud de una autorización administrativa. En nombre de una falsa «normalización», determinadas comunidades autónomas imponen la exclusión del castellano de manera discriminatoria para muchos miles de ciudadanos, al tiempo que se empobrece el bagaje cultural de las generaciones futuras. Más allá de las conveniencias partidistas, ha llegado el momento de exigir a los responsables políticos una actuación inequívoca en defensa de la legalidad y del sentido común. Las cosas han ido demasiado lejos y resulta ya imprescindible evitar que esta situación inaceptable se consolide por la fuerza de los hechos.
La lengua común es un activo de primer orden para la historia y la cultura de nuestro país. Su repercusión universal es hoy día una feliz realidad que nos permite afrontar con expectativas muy favorables la sociedad global propia de nuestro tiempo. La demanda en el plano internacional crece de forma imparable mientras que algunos dirigentes autonómicos practican una política sectaria sin que el Gobierno haga nada por evitarlo. Las instituciones culturales tienen una ocasión de oro para hacer efectiva su razón de ser, desde la Real Academia Española al instituto Cervantes. Los ministerios competentes en materia de Educación y Cultura deben analizar con todo rigor la situación y poner en marcha los recursos jurídicos pertinentes. El departamento de Administraciones Públicas tiene aquí una magnífica oportunidad para ejercer sus funciones de coordinación. El propio Ministerio para la Igualdad debería ampliar su programa de actividades más allá del género, porque estamos ante un caso patente de una de las discriminaciones prohibidas por el artículo 41 de la Constitución. El PP ha manifestado claramente su postura y sería deseable que también el PSOE y otros partidos de ámbito nacional -o, simplemente, respetuosos con la legalidad y el sentido común- hagan llegar a los ciudadanos su opinión al respecto. El Estado de Derecho tiene instrumentos suficientes para que los poderes públicos dejen de actuar de forma arbitraria.
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