Aznar subraya que «nunca nadie hizo tanto daño en tan poco tiempo».
Está describiendo una realidad, por dura que sea de asimilar para algunos: en poco más de cinco años, Zapatero ha pasado de gobernar uno de los países de referencia del continente a ser mirado de reojo porque España empieza a estar considerada un lastre para el futuro de Europa.
Es cierto que sus palabras no son nada tranquilizadoras, que reconforta más oír otro tipo de diagnósticos y otro tono más amable, pero cuando un país tiene 4,3 millones de parados y no deja de crecer el desempleo, cuando la sombra de la recesión marca los años venideros -la previsión es que el PIB caiga de nuevo en 2010-, cuando las arcas del Estado se desangran y se buscan recursos debajo de las piedras para sostener el sistema de pensiones y para intentar pagar los intereses de la deuda, lo responsable no es sonreír, sino decirlo.
Las palabras de Aznar no nacen del rencor; están, cargadas de amargura, la de quien es consciente de que «España ha vuelto dramáticamente a la segunda división».
Suponen ante todo un baño de realidad que se abre paso entre los cantos de sirena de un Gobierno al que la situación se le ha escapado de las manos y el aparente sesteo oficial de una oposición que parece guardar sus fuerzas para acelerar hacia la meta sólo en el sprint final de la legislatura.
Hay que empezar a ser conscientes de que España inicia una dura travesía que puede durar años y que va a dejar cicatrices en la sociedad.
No es antipatriota quien denuncia que no se están tomando las decisiones oportunas. Tampoco lo es Aznar cuando pone el dedo en la llaga y avisa de que la credibilidad de nuestra economía «ha quedado pulverizada» y constata que crecen las dudas en cuanto a que el país «pueda financiar su deuda en el futuro», aunque tal vez no sea prudente que un ex presidente diga esto.
En todo caso, la virtud del discurso de Aznar es la de poner al descubierto la pésima gestión económica del Gobierno en un momento clave en el que España se juega su futuro y su prestigio en Europa.
En su ingenuidad, Zapatero pretendía hacer de este semestre de la presidencia española de la UE una exhibición del éxito de su política, pero en cuanto se ha puesto el foco sobre nuestro país se han iluminado todas las carencias de su gestión.
De ahí las prisas por ganar credibilidad presentando un plan de ajustes y recortes del que había abominado. Pero chirría por su incongruencia que quien negaba hasta hace cuatro días la propia existencia de la crisis y se oponía a propiciar un pacto de Estado alegando aversión ideológica hacia la oposición se descuelgue de la noche a la mañana con la propuesta de reformar el sistema de pensiones a la manera en que lo plantearía cualquier político del ala liberal.
Es esa falta de coherencia de Zapatero y el contraste entre su buenismo y la cruda realidad en que han desembocado sus ocurrencias en materia económica lo que le hace tan vulnerable. Por eso Aznar fue ayer tan duro con el presidente, y porque el tiempo ya está empezando a demostrar que el legado del actual inquilino de La Moncloa no se parecerá en nada al de su antecesor.
Está describiendo una realidad, por dura que sea de asimilar para algunos: en poco más de cinco años, Zapatero ha pasado de gobernar uno de los países de referencia del continente a ser mirado de reojo porque España empieza a estar considerada un lastre para el futuro de Europa.
Es cierto que sus palabras no son nada tranquilizadoras, que reconforta más oír otro tipo de diagnósticos y otro tono más amable, pero cuando un país tiene 4,3 millones de parados y no deja de crecer el desempleo, cuando la sombra de la recesión marca los años venideros -la previsión es que el PIB caiga de nuevo en 2010-, cuando las arcas del Estado se desangran y se buscan recursos debajo de las piedras para sostener el sistema de pensiones y para intentar pagar los intereses de la deuda, lo responsable no es sonreír, sino decirlo.
Las palabras de Aznar no nacen del rencor; están, cargadas de amargura, la de quien es consciente de que «España ha vuelto dramáticamente a la segunda división».
Suponen ante todo un baño de realidad que se abre paso entre los cantos de sirena de un Gobierno al que la situación se le ha escapado de las manos y el aparente sesteo oficial de una oposición que parece guardar sus fuerzas para acelerar hacia la meta sólo en el sprint final de la legislatura.
Hay que empezar a ser conscientes de que España inicia una dura travesía que puede durar años y que va a dejar cicatrices en la sociedad.
No es antipatriota quien denuncia que no se están tomando las decisiones oportunas. Tampoco lo es Aznar cuando pone el dedo en la llaga y avisa de que la credibilidad de nuestra economía «ha quedado pulverizada» y constata que crecen las dudas en cuanto a que el país «pueda financiar su deuda en el futuro», aunque tal vez no sea prudente que un ex presidente diga esto.
En todo caso, la virtud del discurso de Aznar es la de poner al descubierto la pésima gestión económica del Gobierno en un momento clave en el que España se juega su futuro y su prestigio en Europa.
En su ingenuidad, Zapatero pretendía hacer de este semestre de la presidencia española de la UE una exhibición del éxito de su política, pero en cuanto se ha puesto el foco sobre nuestro país se han iluminado todas las carencias de su gestión.
De ahí las prisas por ganar credibilidad presentando un plan de ajustes y recortes del que había abominado. Pero chirría por su incongruencia que quien negaba hasta hace cuatro días la propia existencia de la crisis y se oponía a propiciar un pacto de Estado alegando aversión ideológica hacia la oposición se descuelgue de la noche a la mañana con la propuesta de reformar el sistema de pensiones a la manera en que lo plantearía cualquier político del ala liberal.
Es esa falta de coherencia de Zapatero y el contraste entre su buenismo y la cruda realidad en que han desembocado sus ocurrencias en materia económica lo que le hace tan vulnerable. Por eso Aznar fue ayer tan duro con el presidente, y porque el tiempo ya está empezando a demostrar que el legado del actual inquilino de La Moncloa no se parecerá en nada al de su antecesor.
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