La trágica verdad de los niños de la guerra.
Uno de los episodios menos conocidos y sin embargo más terribles de la historia reciente de España fue el trágico destino de muchos de los niños enviados a la Unión Soviética como refugiados durante la Guerra Civil.
Los juguetes rotos de Stalin
Pasados varios meses desde el estallido de la guerra civil española, temiendo las víctimas civiles que podían ocasionar los bombardeos de la aviación de Franco, se planteó la posibilidad de evacuar a un determinado número de niños a distintos países extranjeros. Se pensó en Gran Bretaña, Bélgica o Francia).
La propaganda comunista logró que en la mente de buen número de españoles la protección de los niños quedara vinculada de manera casi exclusiva a la URSS. Esta actitud sirvió de arma propagandística, pero sobre todo tuvo el resultado de correr un siniestro velo sobre uno de los episodios más trágicos de la historia reciente de España.
Los niños que llegaron a la URSS, unos 5.000 aproximadamente, fueron inicialmente objeto de un buen trato. Se les asignaron escuelas en las que conservaron maestros españoles y se les dispensó la enseñanza en su lengua natal.
Sin embargo, la situación cambió radicalmente al producirse el final del conflicto, y especialmente desde el momento en que Stalin firmó su pacto de no agresión con la Alemania de Hitler.
Para entonces, España había dejado de ser interesante para Stalin. A la vez que cerraba las puertas a nuevos refugiados españoles, los niños fueron arrancados de su situación inicial para verse sumergidos en otra muy distinta. Obligados a estudiar predominantemente en ruso, debieron sumar a su actividad escolar trabajos físicos de notable envergadura. En invierno, semejante deber se tradujo en la tala de árboles previa al desayuno y en verano, en las más diversas faenas agrícolas.
Este sistema de vida tuvo terribles consecuencias para estos niños.
En el curso 1941-1942, una inspección médica realizada por el Comisariado de Educación puso de manifiesto que más de un 50 % de estos niños padecía tuberculosis y otro 30 % se hallaba en un estado de pretuberculosis. En ese curso no menos del 15 % de los niños había muerto.
Pero la desgracia no se limitaba a los niños ya escolarizados. En buena medida, el destino de los recién nacidos resultaba peor.
En 1940, en Krematorsk, de los catorce niños nacidos trece murieron a las pocas semanas de desnutrición. El cuadro -repetido en lugares como Gorki, Jarkov y Rostov- se debía fundamentalmente a la actitud de las autoridades soviéticas, especialmente cicateras a la hora de entregar leche o medicinas a los españoles.
En lugares remotos
No resulta sorprendente que algún mando del PCE creyera conveniente hacer a los adolescentes la recomendación de enrolarse en el Ejército Rojo como la única manera de eludir el espectro del hambre. Lamentablemente, lo peor quedaba por venir.
La invasión de la URSS por Hitler dejó pronto de manifiesto las peores deficiencias del régimen soviético. Los ejércitos soviéticos sufrieron el efecto devastador de batallas de cerco en las que perecieron centenares de miles de sus hombres.
Por lo que se refiere a las colonias españolas, no eran aún sospechosas y pudieron librarse de las deportaciones étnicas que el aparato represor de Beria realizó en paralelo a las derrotas militares.
Aun así, su suerte distó de ser buena. Los niños fueron enviados a los lugares más remotos e inhóspitos de la URSS, que iban desde Samarkanda y Kakan, en Asia central, hasta las estribaciones de los Urales, ya en Siberia central. En Kransnoarmeinsk, 16 niños cayeron en manos de los alemanes, que los trasladaron al territorio del Reich con el fin de entregarlos a la Falange. No costó mucho trabajo convertirlos en baza propagandística.
El futuro que esperaba a los niños españoles en sus distintos destinos se reveló horrible. Enfrentados al hambre y los malos tratos, no pocos se vieron obligados a someterse o a delinquir.
En Tashkent constituyeron bandas dedicadas a perpetrar hurtos.
En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido.
Ni siquiera los hijos de los héroes se vieron libres de aquella negra situación. Un hijo del coronel Carrasco, que había servido en el Ejército republicano y ahora enseñaba en la escuela militar Frunze, de Moscú, fue detenido mientras robaba en una panadería en Kakan. Murió en prisión de tuberculosis.
Para muchos se fue abriendo camino la idea de que la única esperanza de supervivencia se hallaba en poder abandonar la URSS. Países como México -donde se asentaba una importante colonia de exiliados- estaban más que dispuestos a recibir con los brazos abiertos a los niños. Sin embargo, ni la URSS ni el PCE estaban dispuestos a que se supiera la verdad del paraíso del proletariado y del trato que venía dispensando a los niños desde hacía años.
La Pasionaria se convirtió, al parecer sin resistencia, en la pieza clave que impidió la salida de aquellas víctimas hacia otros países. Sus razones -reproducidas por Jesús Hernández, comunista y antiguo ministro republicano- no podían ser más obvias: "No podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y en prostitutas, ni permitir que salgan de aquí como furibundos antisoviéticos".
Constituía toda una confesión de los resultados reales -ocultados por la propaganda- de vivir en la URSS.
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