La utilización de productos agrícolas como el maíz o la caña de azúcar para producir gasolina irrumpió en la economía internacional como la solución:
*.- favorecía el cumplimiento de los objetivos del Protocolo de Kioto.
*.- permitía reducir la dependencia de productores de hidrocarburos incómodos como Arabia Saudí o Venezuela.
*.- ofrecía un suculento nuevo mercado para el castigado sector agrícola de muchos países.
Estados como Brasil, Estados Unidos, Indonesia y la Unión Europea abrazaron esta nueva opción energética, y otorgaron cuantiosas ayudas a la producción de bioetanol y biodiésel.
El ascenso de Brasil —el país que ha apostado por basar su autosuficiencia energética en los biocombustibles— como principal exportador planteó, de hecho, un duro enfrentamiento geoestratégico con EE.UU. Pero los efectos sociales y medioambientales, como han denunciado varios organismos en los últimos días, han sido perversos.
«La consecuencia de la intensificación de la producción de biocombustibles es una presión creciente sobre la tierra, el agua y la biodiversidad», alertó el pasado día 10 el comité científico de la Agencia Europa del Medio Ambiente (EEA en inglés). En 2003, la directiva europea sobre biocombustibles estableció el objetivo de sustituir el 2 por ciento de los carburantes por gasolinas «bio» en 2005. A pesar de su incumplimiento, la Comisión Europea renovó su fe en esta alternativa y, en 2007, se propuso sustituir el 10 por ciento en el año 2020.
«El ambicioso objetivo del 10 por ciento de biocarburantes es un experimento, cuyos efectos imprevistos son difíciles de predecir y de controlar», alertaron los científicos de la EEA, el ente independiente encargado de asesorar en materia ecológica a la Comisión Europea. Esta contradicción entre el brazo ejecutivo de la UE y sus expertos ha enfurecido a la comunidad científica, y ha ofrecido munición a una parte del Parlamento Europeo y al Gobierno británico para solicitar una revisión de este esquema.
El pasado 15 de abril, entró en vigor en el Reino Unido la ley sobre transporte renovable, que establece que el 5 por ciento de los combustibles sean «bio» en 2010. El objetivo es reducir con esta medida las emisiones de CO2 del transporte terrestre, responsable de gran parte de los gases de invernadero en la atmósfera.
Revolución agraria global
Pero a principios de este mes, John Beddington, máximo asesor científico de Gordon Brown, alertó sobre el «gran shock» en la agricultura mundial y los precios de los alimentos provocado por la creciente demanda de biocarburantes en EE.UU. Ante la presión de sus expertos, el premier británico declaró el martes que «pediremos un cambio en los objetivos de la UE con los biocarburantes», si se confirma que el enfoque debe ser revisado.
A estas acusaciones se han sumado las de algunas ONGs, que denuncian consecuencias sociales indeseables. «Entre 60 y 90 millones de personas en Indonesia dependen de los bosques para subsistir, pero muchos están perdiendo sus tierras en favor de la creciente industria de la palma», afirma un informe de «Amigos de la Tierra», presentado en febrero. La apuesta por los biocombustibles convierte vastas extensiones de tierra en monocultivos, con serias consecuencias para la biodiversidad y las personas que viven del campo, denuncian numerosos expertos.
«El desvío de cultivos agrícolas para combustible puede elevar los precios de la comida y reducir nuestra habilidad de aliviar el hambre en el mundo», ha sentenciado el estudio de la Unesco elaborado por 400 expertos durante tres años.
El Programa Mundial de Alimentos —obligado a limitar su asistencia humanitaria por falta de stocks de cereal— denunció el miércoles el riesgo de un «tsunami del hambre» en el mundo, y el Banco Mundial y el panel de la Unesco han pedido una revolución agraria. La alarma, curiosamente, la activó también Fidel Castro, quien el año pasado dedicó varios artículos en «Granma» a denunciar que «la transformación de los alimentos en energéticos constituye un acto monstruoso».
«La consecuencia de la intensificación de la producción de biocombustibles es una presión creciente sobre la tierra, el agua y la biodiversidad», alertó el pasado día 10 el comité científico de la Agencia Europa del Medio Ambiente (EEA en inglés). En 2003, la directiva europea sobre biocombustibles estableció el objetivo de sustituir el 2 por ciento de los carburantes por gasolinas «bio» en 2005. A pesar de su incumplimiento, la Comisión Europea renovó su fe en esta alternativa y, en 2007, se propuso sustituir el 10 por ciento en el año 2020.
«El ambicioso objetivo del 10 por ciento de biocarburantes es un experimento, cuyos efectos imprevistos son difíciles de predecir y de controlar», alertaron los científicos de la EEA, el ente independiente encargado de asesorar en materia ecológica a la Comisión Europea. Esta contradicción entre el brazo ejecutivo de la UE y sus expertos ha enfurecido a la comunidad científica, y ha ofrecido munición a una parte del Parlamento Europeo y al Gobierno británico para solicitar una revisión de este esquema.
El pasado 15 de abril, entró en vigor en el Reino Unido la ley sobre transporte renovable, que establece que el 5 por ciento de los combustibles sean «bio» en 2010. El objetivo es reducir con esta medida las emisiones de CO2 del transporte terrestre, responsable de gran parte de los gases de invernadero en la atmósfera.
Revolución agraria global
Pero a principios de este mes, John Beddington, máximo asesor científico de Gordon Brown, alertó sobre el «gran shock» en la agricultura mundial y los precios de los alimentos provocado por la creciente demanda de biocarburantes en EE.UU. Ante la presión de sus expertos, el premier británico declaró el martes que «pediremos un cambio en los objetivos de la UE con los biocarburantes», si se confirma que el enfoque debe ser revisado.
A estas acusaciones se han sumado las de algunas ONGs, que denuncian consecuencias sociales indeseables. «Entre 60 y 90 millones de personas en Indonesia dependen de los bosques para subsistir, pero muchos están perdiendo sus tierras en favor de la creciente industria de la palma», afirma un informe de «Amigos de la Tierra», presentado en febrero. La apuesta por los biocombustibles convierte vastas extensiones de tierra en monocultivos, con serias consecuencias para la biodiversidad y las personas que viven del campo, denuncian numerosos expertos.
«El desvío de cultivos agrícolas para combustible puede elevar los precios de la comida y reducir nuestra habilidad de aliviar el hambre en el mundo», ha sentenciado el estudio de la Unesco elaborado por 400 expertos durante tres años.
El Programa Mundial de Alimentos —obligado a limitar su asistencia humanitaria por falta de stocks de cereal— denunció el miércoles el riesgo de un «tsunami del hambre» en el mundo, y el Banco Mundial y el panel de la Unesco han pedido una revolución agraria. La alarma, curiosamente, la activó también Fidel Castro, quien el año pasado dedicó varios artículos en «Granma» a denunciar que «la transformación de los alimentos en energéticos constituye un acto monstruoso».
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