EL MENSAJE DE LA CORONA
En esta hora cargada de emoción y esperanza, llena de dolor por los acontecimientos que acabamos de vivir, asumo la Corona del Reino con pleno sentido de mi responsabilidad ante el pueblo español [...].
Hoy comienza una nueva etapa de la Historia de España. Esta etapa, que hemos de recorrer juntos, se inicia en la paz, el trabajo y la prosperidad, fruto del esfuerzo común y de la decidida voluntad colectiva. La Monarquía será fiel guardián de esa herencia y procurará en todo momento mantener la más estrecha relación con el pueblo.
La Institución que personifico integra a todos los españoles, y hoy, en esta hora tan trascendental, os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional. [...]
Pido a Dios su ayuda [...], y con el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos de España, deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia. [...]
Un orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales [...]. El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su tradición. [...]
Como primer soldado de la Nación me dedicaré con ahínco a que las Fuerzas Armadas de España, ejemplo de patriotismo y disciplina, tengan la eficacia y la potencia que requiere nuestro pueblo. [...]
La Corona entiende también como deber fundamental el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les permitan el efectivo ejercicio de todas sus libertades. [...]
El Rey, que es y se siente profundamente católico, expresa su más respetuosa consideración para la Iglesia. [...]".
Treinta años de reinado
Con la proclamación de Don Juan Carlos como Rey en 1975 se abre una fecunda etapa marcada por las mayores transformaciones políticas, económicas y sociales de la historia moderna de España
En 1975, el propio Don Juan Carlos ha reconocido públicamente que entonces albergaba serias dudas sobre la consolidación de la Monarquía en España. Ésta fue posible gracias sobre todo a su contribución al proceso democratizador que hoy se conoce universalmente como «la transición española», que inauguró y a la vez hizo posible la etapa de convivencia en libertad más fecunda de la contemporaneidad española.
Aun reconociendo que otros países europeos experimentaron dificultades comparables, conviene recordar brevemente la turbulencia y la inestabilidad que habían caracterizado la vida política española desde la Guerra de la Independencia. Durante este periodo España tuvo siete constituciones (1812, 1834, 1837, 1845, 1869, 1876 y 1931), padeció otros tantos pronunciamientos (en 1820, 1843, 1854, 1868, 1874, 1923 y 1936), asistió a cuatro abdicaciones reales y dos cambios de dinastía, fue gobernada por dos repúblicas y dos dictaduras, conoció cuatro guerras civiles (1833-1839; 1846-1849; 1872-1876; y 1936-1939), y sufrió el asesinato de cinco presidentes del gobierno (Juan Prim en 1879; Antonio Cánovas del Castillo en 1897; José Canalejas en 1912, Eduardo Dato en 1921, y Luis Carrero Blanco en 1973).
Ciertamente, bajo el régimen de la Restauración (1875-1923) se celebraron regularmente elecciones legislativas, incluso mediante sufragio universal masculino, pero la alternancia en el poder de dos grandes fuerzas políticas en el llamado «turno pacífico» se basó en la falsificación del proceso electoral, dando lugar a una «democracia limitada».
La caída de la Monarquía en abril de 1931 dio paso al primer régimen democrático conocido en España, el de la II República (1931-1936), pero su funcionamiento escasamente satisfactorio ha permitido definirlo como uno de los ejemplos más extremos jamás conocidos de sistema político de «pluralismo polarizado».
Sea como fuere, la revolución de octubre de 1934 primero, y la sublevación de julio de 1936, después, se encargaron de truncar su posible consolidación.
En suma, esta precaria tradición democrática no auguraba precisamente una transición postfranquista exitosa ni tranquila.
De un tiempo a esta parte viene adquiriendo fuerza una cierta visión revisionista de la transición, que no sólo busca minimizar el mérito e importancia de lo logrado, sino que le atribuye buena parte de los déficits (supuestos o reales) del actual sistema político español.
Aun cuando en ocasiones se haya podido caer en la tentación de idealizarla, y sin negar que el sistema político resultante sea mejorable, en las circunstancias políticas actuales no resulta ocioso recordar una vez más que la transición española fue seguramente la más exitosa de cuantas conforman la llamada «tercera ola» democratizadora que nos legó el siglo XX.
Posiblemente tengan razón quienes han objetado que en España ya existía al morir Franco una economía de mercado y una clase media (transición económica y social) que podría explicar la aparente facilidad con la que se desarrolló el proceso de la Transición. Pero no pueden olvidarse que ésta salió adelante teniendo que hacerles frente a los retos del involucionismo y del terrorismo de diverso signo ideológico.
Entre 1975 y 1980, la violencia política se cobró en España unas 460 víctimas mortales, ni la democracia ni la autonomía vasca lograron poner fin a la barbarie terrorista de ETA: el mayor número de asesinatos se produjo en 1978 (66), el año de la aprobación de la Constitución; en 1979 (76), coincidiendo con la entrada en vigor del Estatuto; y en 1980 (92), cuando se formaron el primer gobierno y el primer parlamento del País Vasco.
Que el 95 por ciento de las 812 personas asesinadas por ETA desde 1968 perdieran la vida tras la muerte de Franco parecería demostrar que su enemigo mortal no era tanto el dictador como la propia España.
No parece un logro menor que el proceso democratizador auspiciado por el Monarca permitiese la elaboración de la única Constitución española cuya aprobación no fue interpretada como un «trágala» por una parte significativa de la población, ni dio lugar a uno de esos relevos de las elites políticas en el exilio tan característicos de la vida española desde principios del siglo XIX.
( CHARLES POWELL, Profesor de Historia de la Universidad San Pablo-CEUC).
Su contenido se ha estructurado y simplificado para facilitar su comprensión.
lunes, 14 de abril de 2008
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