El ignorante, que conoce su entorno, que sabe sus pequeñas cosas, que posee algunos conocimientos prácticos, utilitarios, es como un punto, un redondelito, por lo que su frontera circular con lo que ignora es mínima y, como tal, ni siquiera la advierte, no tiene conciencia de ella y se siente feliz y satisfecho en su ignorancia.
Si se acomete la instrucción del ignaro, este va ensanchando el círculo de sus conocimientos y empieza a adquirir conciencia de que existen, más allá, otras cosas que se pueden aprender. Sus límites con lo que desconoce han crecido notablemente, pero no lo bastante para inquietarlo y su actitud se diversifica.
El que es pedante se siente tan satisfecho de haber aprendido tanto que se regodea con su propio saber y hace alarde constante de su adquirida erudición.
El que es un vivalavirgen sabe hasta donde llegan sus conocimientos, juzga que hay más cosas que le convendría saber, pero está convencido de que no son tantas, de que será cosa de ponerse a ello cuando tenga tiempo y, de momento, le saca todo el provecho posible a lo que ha aprendido.
También hay quien necesita afirmarse en lo que sabe y sigue aprendiendo, estudiando, analizando, investigando, ampliando ese círculo que dijimos. Lo atrae lo desconocido y para él resulta desconocido todo lo que no sabe, aunque ya lo sepan otros. Y cuanto más sabe, más se dilata el circulo que abarca sus conocimientos y más crece su frontera con lo que ignora, más conciencia tiene de la inmensidad con la que limita y más le retorna a la mente la famosa sentencia «Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que alcanza tu filosofía».
Ese es el sabio ya: quien es plenamente consciente de los límites de su saber y percibe a su alrededor los amplísimos espacios de sus ignorancias. De ahí su actitud natural: la angustia del saber que lo conduce al borde mismo de las incógnitas simas de todo cuanto ignora. El vértigo del sabio, que no padece el necio.
El especialista profundo que sabe mirar hacia otros lados- se atesora la esencia, el núcleo de la sabiduría humana. Pueden ser unos cuantos miles en todo el mundo, no me atrevo a aventurar la cifra.
Este es el panorama habitual del sabio. Tiene conciencia de su saber y de que hay otras cosas que saben otros y muchas más que no sabe nadie y es capaz de calcular y de prever la dimensión de lo que ignora. Y se ve obligado, de continuo, angustiosamente, a mantener el equilibrio del conocimiento, a no dejarse arrastrar hacia la amenazadora ansiedad que produce lo inabarcable.
La angustia del saber. GREGORIO SALVADOR
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