Enrique Rojas.
EL MUNDO, 11/11/11.
Vivimos en un mundo sin líderes. Bueno, casi sin líderes.
La palabra procede del inglés leader, que significa guía, el que va delante dirigiendo a un grupo, el que conduce y abre camino. Se trata de una persona que ocupa un primer plano en la sociedad y que ejerce una función de cierta autoridad.
En los últimos años, los líderes se han difuminado. En esta sociedad líquida, en donde todo se mueve, gira, salta, oscila y pierde consistencia, son los deportistas de élite, especialmente los futbolistas, los que ocupan ese papel.
(...) Es evidente que existen otros ámbitos en donde asoman personas destacadas: la política, la economía, el arte en sus más diversas facetas, la cultura… pero ya el nivel de resonancia ha bajado muchos enteros.
Una gran mayoría de políticos no tienen prestigio. En estadísticas recientes en el seno de la Unión Europea, son los personajes peor valorados. La aparición incesante de sus figuras en los medios de comunicación es cansina, agotadora, sin alma, repitiendo las mismas consignas una y otra vez. Se salvan algunos, por fortuna, que tienen mensaje y ejemplaridad.
(...) Quiero poner sobre la mesa las principales características que debe tener un líder, según mi óptica personal:
En primer lugar, debe tener una personalidad fuerte y atrayente. Los psiquiatras sabemos que la primera tarjeta de visita de alguien es su forma de ser.
(...) Pero por encima de los matices de su estilo, lo que se abre paso entre otros rasgos psicológicos es su fuerza, su capacidad de seducción, que es una mezcla de hechizo, admiración, carisma, simpatía, señuelo, reclamo, cordialidad, que nos arrastra y nos empuja hacia él. Es como un imán que nos atrae, siendo capaz de llevar a su terreno a mucha gente y convencerla con sus ideales.
Son ese tipo de personas que sirven de modelos de identidad y que muestras estos signos aproximadamente: buena ecuación entre corazón y cabeza, humanidad (no servirse del otro para subir), tener un proyecto de vida sólido con sus grandes argumentos vivos y coleando, como un rayo de sol que entra oblicuo por la ventana, haciendo brillar sus contenidos, capacidad para superar las adversidades y reveses de la vida y tener una positiva filosofía de vida.
En segundo término, debe tener coherencia, que entre la teoría y la práctica de su vida exista proporción. Entre lo que dice y lo que hace ha de darse un equilibrio, conformidad entre el pensamiento y la realidad. Esa persona trata de vivir en la verdad: no se miente a sí mismo ni miente a los demás. Es una persona verdadera. Trata de no tener varias caras, sino que lucha, aspira, pretende ser uno, no mostrar diferentes personalidades según el ambiente en el que se encuentre. Es coherente el que carece de contradicciones fuertes o que, al menos, pone todo su empeño en que se desdibujen y pierdan solidez. Los cazadores de tesoros marinos tienen aquí buena presa. En una palabra, sinceridad de vida.
Tercero: después hay que señalar que estas personas tienen autoridad.
(…) Es el arte de saber dirigir (sin querer hacerlo) y de hacerse obedecer. (…) la autoridad es la superioridad poseída por méritos propios y que es seguida por muchos. Supremacía, dominio, mando.
Los clásicos distinguían dos ideas: auctoritas por un lado y potestas, por otro. La primera es señorío, jefatura, imperio, prestigio, estimación y ser escuchado y observado para aprender, lo que determina que es capaz de proponer unos criterios, una doctrina o forma de vida que la gente acata.
La segunda es importancia para decidir, jurisdicción, otorgamiento… es el que manda y por eso tiene poder. Y una vez suspendido en sus funciones, desaparece en poco tiempo. Lo decimos muchas veces en el lenguaje coloquial, cuando alguien ha dejado su cargo a fulanito se lo ha tragado la tierra, ha desaparecido, está en los cuarteles de invierno… ha perdido poder y ya no es influyente. Sucede muchas veces en personas que tienen poder pero no autoridad. El que sólo tiene poder manda pero no gobierna. La mirada largamente adiestrada en el análisis de las personas se detiene aquí para espigar un verdadero modelo de identidad.
Cuarto: el líder tiene capacidad para contagiar entusiasmo, positividad y alegría.
Su mirada aletea por encima de las dificultades y conflictos y es capaz de transmitir una visión optimista. No olvidemos que el pesimismo goza de un prestigio intelectual que no merece.
El líder es una persona admirada en quien la gente confía, con capacidad de convocatoria y fuerza para ilusionar.
El mundo está sumergido en una profunda crisis económica de proporciones gigantescas, es cierto. Es incluso una situación más grave que la vivida durante la Gran Depresión del año 29. Pero esta coyuntura pasará, sin duda, aunque deje notas dibujadas de melancolía rizadas de incertidumbres y alargadas en el tiempo. Un buen líder debe ser entusiasta y ser capaz de embarcarse en empresas grandes, donde el ser humano vibra y mira hacia el futuro superando las derrotas del pasado. Ser positivo es intentar poblar la mirada de lo mejor, fijarse más en lo bueno que en lo malo. La alegría es un sentimiento de contento, un paisaje interior de buen ánimo, que es el resultado de objetivos pequeños que ha sido alcanzados. La alegría está por encima del placer y por debajo de la felicidad. La felicidad es un resultado: es una síntesis de que los grandes temas de la biografía tienen un resultado relativamente ascendente.
Por último, en quinto lugar, el líder es capaz de mostrar en público sus ideas y creencias, huyendo de lo políticamente correcto. La mirada de los observadores se posará silenciosa y atenta sobre alguien que tenga el coraje de expresar lo que lleva dentro, aun a costa de caer mal o alejarse de lo que la mayoría espera que diga. Este punto es conflictivo. Y difícil de llevar a cabo. Toda persona tiene dos facetas superpuestas: la vida privada y la pública, la que es íntima y la que enseñamos a los demás. Pero el líder es escrutado por la gente y ésta se cuela en los pasadizos de su ciudadela interior, formándose de él una imagen que resume su figura. Hoy, los periodistas de investigación se adentran en el líder político para desguazarlo, para dejarlo al desnudo y mostrar las más de las veces sus incongruencias y errores. Vivimos tiempos difíciles, en donde los medios de comunicación lo manipulan todo y uno queda a merced de una información que va y viene y que le deja a uno perdido, sin hacer pie y sin saber a qué atenerse. El líder debe saber moverse en ese terreno resbaladizo, viscoso, etéreo, desdibujado, en donde no es fácil moverse tal y como están las cosas. A esto se le podría llamar autenticidad.
El liderazgo no está en ninguna constitución escrita. Para ser líder es necesario un profundo sentido moral. La moral es el arte de vivir con dignidad; el arte de usar de forma correcta la libertad. Y oteo en el horizonte tres figuras estelares de abajo hacia arriba: el profesor, el maestro y el testigo.
El profesor enseña una asignatura, explica una materia y es importante que lo haga bien. El maestro enseña lecciones que no vienen en los libros, su magisterio se esconde tras sus palabras y sus gestos; al alumno avezado le gustaría parecerse a su maestro, hay algo sumergido en su conducta que le atrae como un imán y le lleva a buscar el porqué de esa conducta. El testigo es una lección abierta de vida, un ejemplo a seguir, en donde uno puede ver alguien con una vida llena de sentido, clara y atractiva, que invita a seguirla de alguna manera. Nuestra sociedad necesita más testigos que maestros. Vidas verdaderas que empujan a ir detrás de ella: trazos, pinceladas, barnices y veladuras nos arrastran a imitarla. Todo se desliza en un parpadeo sostenido que nos lleva de la mano hacia esa persona superior.
Una bandera ondea llena de vigor en el mástil y un centinela recuerda la enorme importancia de ser verdadero en un mundo atrapado por la permisividad y el relativismo.
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