martes, 15 de noviembre de 2011

Por qué no creo en las COMPETENCIAS BÁSICAS.

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Muchas y muy intensas son las discusiones estos días en los claustros de nuestros institutos para tratar de hallar la cuadratura del círculo.
Me refiero a la confección de un documento o protocolo para evaluar, al término del presente curso, si todos y cada uno de nuestros alumnos han alcanzado o no las famosas competencias básicas.
La existencia comprobada de tales debates interminables, así como la ausencia absoluta de un modelo al respecto avalado por la Administración, que nos ha regalado (de manera un tanto sospechosa, pues no se suele caracterizar precisamente por consultar a los docentes antes de tomar sus decisiones) la posibilidad de gestionar nosotros mismos este galimatías, harían pensar a cualquier neófito en el asunto educativo que dicho objetivo sea acaso más difícil de lo inicialmente pensado.
Y de hecho, no es que sea difícil: sencillamente, es imposible.
Un altísimo porcentaje de los profesores (también lo he comprobado) sospechan que esto de las competencias básicas, que tan bonito suena, es en realidad un disparate. Se lo dicta su experiencia y su sentido común, aunque no siempre resulte fácil explicarlo. Y no me extraña. La verdad es que suena bien. Es como una meta superior, un ir más allá, algo así como olvidar la importancia aburrida de las arcaicas asignaturas de toda la vida para centrarse en un objetivo más noble, cual es una especie de formación integral de los alumnos que los lleve a ser “capaces”.
Y, con todo, el tinglado de las competencias básicas es un sinsentido como tantos otros de nuestro actual sistema educativo. Trataré de argumentarlo en tres puntos, que expondré por orden inverso de importancia.

En primer lugar, deberíamos entender algo que a buen seguro no se les escapa a los profesores de física: en cualquier ámbito de la vida, cuando trato de evaluar en unidades distintas a aquellas en las que mido, el resultado siempre es absurdo.
Pondré un ejemplo:
muchas de las empresas de suministro de agua contabilizan el consumo en metros cúbicos, que es lo que mide el contador, pero tarifican en tramos de diez.
Así, una persona que a base de concienciación y esfuerzos ahorre agua y gaste, pongamos por caso, tres metros cúbicos al mes, pagará lo mismo que un vecino derrochador y desconsiderado que deje los grifos abiertos y llene su jacuzzi todas las noches, consumiendo nueve.
Miento: el primero pagará mucho más, pues a él cada litro le costará, comparativamente, el triple que a su vecino.
Es decir, si se mide en metros cúbicos, se debería cobrar en metros cúbicos, y si se desea tarificar de diez en diez, debería medirse igual. Lo contrario nos lleva siempre a situaciones disparatadas como la expuesta.
Lo mismo sucedía antes con las tarifas telefónicas, en las que se contaban segundos pero se cobraban minutos.
Pues bien, cuando todo el sistema educativo se basa en asignaturas (sí, ya sé que ahora se debe decir “áreas” o “materias”, pero si no me creo el tinglado de las competencias básicas permítanme que tampoco me trague el cuento de las nomenclaturas innovadoras), es simplemente absurdo tratar de evaluar por competencias.
Si se quiere evaluar así, habrá que organizar la docencia entera por competencias: ojo, la docencia entera, no solamente la programación.
Debería existir la asignatura de “aprender a aprender”, así como la de “interacción con el mundo físico”, y sus respectivos departamentos y especialistas. Sin embargo, no es así.
Pero no crean que el sistema, como parecen querer transmitir los pedagogos, se basa en asignaturas porque seamos arcaicos y no queramos adaptarnos a los nuevos tiempos: no, el sistema se basa en asignaturas porque es en lo que tiene que basarse, como ocurre desde que existe la educación y como luego argumentaré.
Esta primera paradoja da pie a muchas de las situaciones que se están planteando estos días en los claustros, que tantas discusiones provocan y que los profesores se ven incapaces de solucionar (lógicamente, pues no se puede solucionar algo que es absurdo), como podría ser que un alumno tuviese suspendida la asignatura de lengua pero aprobada la competencia lingüística.
Es decir, que fuese incompetente en aquello en lo que es competente.


En segundo lugar, la pretensión de evaluar a un alumno de secundaria por sus competencias, si echamos un vistazo a la redacción de cualquiera de ellas, suena realmente a fuegos de artificio, casi a estafa.
Pretender, por ejemplo, que tras cuatro años recibiendo clases de cálculo, geometría, álgebra, ecuaciones y sistemas, funciones, estadística, trigonometría y un largo etcétera de contenidos por parte de profesionales especializados, un joven de dieciséis años deba simplemente “poseer habilidad para utilizar y relacionar números, sus operaciones básicas y el razonamiento matemático para interpretar la información, ampliar conocimientos y resolver problemas tanto de la vida cotidiana como del mundo laboral”, es decir, saber poco más que los números, hacer cuentas básicas y calcular cuántos billetes y monedas debe darle a la cajera del supermercado es, simple y llanamente, ridículo, así como un insulto al alumnado, a sus familias y a la labor de los profesores.
De hecho, las competencias no deberían ser los objetivos de una educación secundaria seria sino, en muchos casos, las bases de arranque de la misma. Manejar los números, las cuatro operaciones básicas y una cierta capacidad de razonamiento lógico es lo mínimo que debería exigirse en matemáticas a un alumno que ingresa en primero de la ESO.

Finalmente, y como argumento más decisivo, diremos que la concepción de las competencias básicas como objeto de aprendizaje y evaluación es una absoluta falacia en cuanto que son una generalidad, y no se puede ni dar clase ni evaluar generalidades.
Las generalidades están bien para entendernos, como recurso del idioma, pero en la vida real deben concretarse, desmenuzarse y materializarse en pequeñas partes identificables, explicables y aplicables, porque todo el saber, en general, se plasma en saber hacer cosas concretas. Y, por supuesto, evaluables. Veamos otro ejemplo. Todos estaremos de acuerdo en que la cocina de Ferrán Adriá es excelente. Es un buen cocinero. Tendría aprobada la competencia “saber cocinar”. Ahora bien, ¿qué significa exactamente eso de “saber cocinar”? ¿Que sus tortillas son muy ricas? ¿Que deja la pasta al dente? ¿Que da a sus platos perfectamente el punto de sal? Pues sí, todo eso, y cientos de cosas más. Cuando afirmamos que ese hombre es buen cocinero, estamos afirmando que hace bien muchísimas cosas concretas que configuran el arte gastronómico, tantas que, por brevedad, debemos usar una expresión generalista como es “saber cocinar”. Ahora bien, usamos esa expresión simplemente para entendernos, pero de ninguna manera le damos rango de estructura de aprendizaje. De la misma forma, cuando Ferrán Adriá fue a la escuela de cocina no le enseñaron a “saber cocinar”, así, de golpe, en una asignatura que tuviese ese nombre. No, le enseñaron a identificar la calidad de los alimentos (atención: uno por uno, no la de “todos” los alimentos en general), su comportamiento frente a los diferentes tipos de cocción, las operaciones mecánicas y químicas, la confección y presentación de los platos y muchísimas cosas más que hubo que desmenuzar en asignaturas diversas, a su vez divididas en temas y estos en epígrafes, y con montones de ejercicios prácticos. Y, por descontado, cada una de ellas impartida y evaluada por el correspondiente especialista. Así se pueden enseñar cosas, pueden ser asimiladas por los alumnos y podemos evaluarlas los profesores. Y, como consecuencia de todo ello, el señor Adriá ahora “sabe cocinar”.

La enseñanza se ha articulado siempre en asignaturas concretas porque la vida real se plasma en cosas concretas, no en vaguedades como capacidad del alumno para buscar, obtener, procesar y comunicar información y trasformarla en conocimiento, o capacidad de utilizar correctamente el lenguaje tanto en la comunicación oral como escrita.
La última versión de este desvarío es pretender que, en realidad, lo que ocurre es que los profesores “enseñamos mal” las asignaturas y por eso luego se verifica que los alumnos no saben aplicar sus conocimientos, es decir, son “incompetentes”.
Idea bastante peligrosa que lleva a afirmar cosas tan insensatas como que los contenidos son secundarios y lo que importa es ser competente, como si ello fuera posible (vamos, que no hay que empeñarse en que los alumnos aprendan la tabla de multiplicar, mientras puedan hacer las cuentas aunque sea con los dedos: la mediocridad elevada al rango de objetivo de aprendizaje).
(Me pregunto si quienes pregonan tales desvaríos estarían dispuestos a aplicarlos sobre sus propios hijos, permitiendo que terminen la primaria sin saber, por ejemplo, las tablas de multiplicar).
Lo más curioso es que estas corrientes en ningún momento se plantean que si existen alumnos que terminan la ESO sin desarrollar sus competencias es, a lo mejor, porque un sistema ingenua y absurdamente garantista permite que pasen de curso con todo suspendido jóvenes que, por las razones que sea, no tienen el mínimo interés en aprender lo que allí se les ofrece. Es decir, que no saben hacer nada porque simplemente no han aprendido nada, y no porque el sistema de asignaturas sea un error pedagógico. A buen seguro, si el sistema aparcase sus dogmas buenistas de cuento de hadas y ofreciera alternativas educativas realistas a estos alumnos por la vía de la preparación profesional, brillarían sus talentos y se demostraría con claridad meridiana cuál es el verdadero error pedagógico.

Hay quien argumenta, finalmente, que lo que ocurre es que las competencias precisan una minuciosa concreción curricular, especificando punto por punto qué se va a enseñar en cada momento y cómo se va a evaluar.
Me parece perfecto, pero ese es exactamente mi argumento número uno: que eso ya se hace con las asignaturas, y si las que hay no nos gustan, habrá que inventar asignaturas nuevas o mejorar las existentes, pero no enseñar a través de unas y evaluar a través de otras.
Las competencias, en cualquier ámbito educativo, se desarrollan, indefectiblemente, cuando un sistema educativo basado en asignaturas con contenidos bien escogidos, ordenados y estructurados y a través de profesores especialistas motivados y bien entrenados (con metodologías más antiguas o más modernas), enseña cosas concretas a unos alumnos que trabajan adecuadamente en el aula (porque el sistema así lo propicia) y los evalúa paulatinamente de sus avances.
Si los alumnos demuestran que saben hacer bien al menos la mitad de las cosas que se les han enseñado, se les considerará aprobados en la asignatura.
Y un alumno que aprueba todas las asignaturas tendrá las competencias desarrolladas, porque no puede ser de otra forma. Mejor o peor, porque todos somos distintos y el talento también existe, pero será competente. No todos los que salieron de la escuela de cocina son tan geniales como Ferrán Adriá, pero sin duda a todos se les puede aplicar la generalidad de “saber cocinar”. De la misma forma no todos los dentistas son igual de buenos, pero en cualquier caso todos ellos llegaron al conocimiento que avala su título a través del aprendizaje de miles de cosas concretas de las cuales fueron evaluados. Exactamente igual que cuando toda persona aprende cualquier cosa, desde tenis hasta física cuántica: el conocimiento se desmenuza, se divide y se concreta.
No se puede enseñar a un alumno “competencia matemática”, “competencia para la interacción con el mundo físico” o “competencia artística”, ni evaluarlo de esas competencias ni de ninguna otra. Se le pueden enseñar y evaluar las tablas de multiplicar (una por una), las operaciones (una por una y a base de hacer docenas de ejercicios), a resolver problemas de diversa índole, los estilos artísticos, las notas musicales, la ley de la gravedad, la condensación de vapor de agua en las nubes y una larguísima serie de cosas concretas al final de las cuales, si el sistema es serio y el alumno ha aprobado por méritos propios y no ha pasado de curso por imperativo legal, será competente, no lo dudemos.
Lo demás es buscar tres pies al gato y, lo más peligroso, es echar balones fuera acerca del verdadero origen de nuestro fracaso escolar.
Ignacio Rodríguez Alemparte.
Profesor de Tecnología en el IES Guaza. Tenerife.
Secretario del IES Guaza para el período 2011-2015

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