sábado, 16 de enero de 2010

La cuestión


Se puede afirmar, con el debido respeto pero con toda tranquilidad intelectual, que nuestros líderes o nuestros dirigentes no están, ni tienen la intención de estar, a la altura de las circunstancias.

Son de hecho los grandes responsables del exceso de males que padecemos. Entre unos y otros, trabajando a veces en equipo, han logrado aumentar el grado de incertidumbre, de inseguridad y de inquietud hasta tal punto que se hace muy difícil, casi imposible mirar al futuro con un mínimo de confianza. ¡Hasta las cifras de crecimiento del ahorro lo confirman!.
La culpa original de todo ello -lo he reiterado muchas veces- la tienen unos partidos políticos -especial pero no exclusivamente los mayoritarios- que han decidido que la confrontación pura y dura les conviene mucho más, para sus intereses electorales, que el pacto o el consenso y eso prevalece sobre cualquier otro interés, incluyendo el interés nacional.
Su único objetivo, su única táctica, su única «idea», es radicalizar todas las situaciones, sean sustanciales o anecdóticas, y tensarlas con ciega pasión «ad infinitum», una tarea realmente perversa en la que los medios de comunicación -eso también hay que decirlo- colaboran decisivamente. A veces superan a los propios partidos en eficacia o incluso, sin más, los suplantan y les obligan a tomar determinadas posiciones. Si alguien o algo no lo remedia este género de confrontación absoluta se va a mantener vivo y creciente hasta las próximas elecciones. Aterra pensarlo. Es un castigo que, ciertamente, no nos merecemos.
Por eso, al colocar al estamento político como una de sus preocupaciones más serias -la tercera preocupación después de la crisis económica y el paro- la ciudadanía está denunciando, a voz en grito, a un estamento a quien parece traerle sin cuidado perder su credibilidad a marchas forzadas. Por regla general los políticos ignoran o desprecian estas encuestas y cuando se les inquiere sobre el tema suelen reaccionar con hábil sarcasmo. Pero no es éste un tema para el humor y sobre todo no es un tema menor. De ello depende la calidad de nuestra democracia. El sistema democrático se perjudica y se deteriora si la imagen de los políticos y los partidos políticos se relaciona -y eso es lo que está sucediendo- con la corrupción, la falta de principios, el tacticismo, la ineficacia, la doble moral y otros males. Se debe añadir de inmediato, e incluso asegurar, -yo lo aseguro- que esta imagen no corresponde a la realidad, que la situación, aún siendo negativa, no es ni mucho menos tan desoladora, pero entonces habrá que hacer algo, y habrá que hacerlo pronto y bien, para que la sociedad comprenda con toda claridad el papel necesario e insustituible del estamento político en un régimen democrático. No es tarea imposible ni difícil. Pero hay que hacerla. La otra alternativa sería la de resignarse a una progresiva «italianización» del sistema. No es un peligro teórico, ni remoto.
Convengamos en cualquier caso que la radicalización política dificulta seriamente la salida de la crisis y complica al máximo la convivencia en el país. Hemos renunciado, por de pronto, al diálogo. No sólo al diálogo político, sino al diálogo en todas sus manifestaciones. La sociedad en su conjunto se ha ido radicalizando de una forma inquietante. A veces se tiene la sensación de que estamos regresando a la más vieja y antigua hemiplejia derecha/izquierda, con toda su intensidad demagógica, con expresiones cada vez más frecuentes de odio visceral y un componente religioso a flor de piel. Hemos olvidado, una vez más, que la democracia es un sistema cuyo objetivo básico es el de facilitar la convivencia, no en el acuerdo, que sería cosa de poco mérito, sino justamente en el desacuerdo, -que es lo que suele haber- y esa convivencia es precisamente fruto de un diálogo en el que hay que aceptar, como principio rector que no podemos tener -porque nunca se puede tener- toda la razón y que siempre se pueden buscar soluciones aceptables o, como mínimo, tolerables para todos. Se aplica incluso a los llamados «temas límite», como la interrupción del embarazo, y la eutanasia, que se han convertido, sin razón alguna, en temas de enfrentamiento extremo entre católicos y laicos, entre progresistas y conservadores, cuando desde cualquiera de esas posiciones se puede defender, -y de hecho se defienden- soluciones iguales, ya que son problemas donde juegan un papel idéntico la ética religiosa y la ética civil.
No podemos seguir por estos derroteros. Tenemos que recuperar la capacidad de diálogo. Sin diálogo social, sin diálogo político, sin diálogo económico, sin diálogo sobre la justicia y la educación, sin diálogo sobre la estructura del Estado, sin diálogo sobre ninguno de los temas que requieren diálogo, saldremos también de la crisis, pero vamos a complicarnos la vida en exceso dejando heridas sobre la piel de la sociedad muy innecesarias. No debemos permitir que la escena pública la abarroten y la controlen los farsantes, los oportunistas, los que trafican con la basura humana (¿cómo podemos soportar tanta?), y los ignorantes.
La ciudadanía debe ponerse en pie ya. No podemos presumir todavía de una sociedad civil estructurada y comprometida, pero contamos con un número más que suficiente de asociaciones, fundaciones y grupos organizados y sistemas de comunicación en Internet, capaces, en primer término, de exigir y aportar objetividad y decencia intelectual en todos los debates; capaces, también, de ejercer la denuncia y la crítica de nuestros dirigentes; y capaces, por fin, de crear ese clima más esperanzado y más positivo que es lo que una gran mayoría del pueblo español reclama y necesita.
Asumamos el liderazgo vacante y acabemos de una vez con esta «tristería» generalizada. Hemos hecho cosas muy importantes y las vamos a seguir haciendo. La partitura de la mayor crisis de nuestra historia -con el drama del paro como personaje principal- demanda en este «tempo» histórico un «allegro con brío». Antonio Garrigues Walker, ABC

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