viernes, 5 de abril de 2013

Otra cosa es si en España tenemos una verdadera democracia.


abr 13 02
Corrupción
ABC | José María Carrascal
“Acción o efecto de corromper” define el Diccionario de la Real Academia la corrupción. O sea, algo que degrada cosas y personas.
Un moralista invocaría los efectos del pecado original, que nos expulsó del paraíso.
Un científico, la entropía o pérdida energética que se sufre en cada cambio de estado.
¿Estamos hablando, entonces, de algo inherente a la naturaleza, finita y perecedera, de la que formamos parte?

Pero descendamos al terreno práctico para no perdernos en la teoría.
Corrupción es obtener ventajas sobre los demás de forma ilícita.
Siendo la igualdad de oportunidades uno de los pilares del Estado de Derecho, estamos ante un delito de lesa democracia, una auténtica estafa social, aparte de un fraude moral.
La experiencia nos enseña que el efecto corrosivo de la corrupción socava los cimientos de cualquier sociedad civilizada, que no la admite en ninguna de sus formas.

Pues hay dos tipos de ella, fácilmente distinguibles:

—La corrupción individual, protagonizada por aquellos sujetos que, aprovechando las circunstancias y valiéndose de su ingenio, logran apropiarse de bienes que no les pertenecen. Pertenecen a todas las clases sociales y nuestra literatura es pródiga en describir sus andanzas, habiendo creado un género para ellos: la picaresca. Incluso gozan de cierta simpatía entre el gran público, como ocurre al «bandido generoso», lo que advierte de un grave fallo de nuestra conciencia colectiva, pues estafar y robar nunca pueden ser conductas ejemplares. Pero no me adentro en ese tema, para no perder el hilo.

—Existe, al mismo tiempo, una corrupción generalizada, parte del sistema mismo, que la genera y fomenta. Suele darse en las dictaduras de cualquier signo, donde la acumulación del poder en unas solas manos, del dictador o partido, lleva inevitablemente al abuso del mismo, y en las democracias primitivas o erosionadas por el uso.

Al estar en el primer tipo individualizada, es más fácil de eliminar.
Se trata, en la inmensa mayoría de los casos, de «listos» que se infiltran en un partido o gobierno, con ánimo de servir su propio bien, no el bien general, corrompiendo a cuantos alrededor se dejan y causando tanto o más daño a la ciudadanía como el propio partido, hasta que se descubre su trama. Si se descubre, pues eso dependerá del nivel democrático que haya alcanzado aquel país.
Recuerdo que un vicepresidente norteamericano, Spiro Agnew, fue despedido de la noche a la mañana al saberse que había aceptado dinero de «lobbistas», sin juicios ni «supuesta culpabilidad».

La corrupción sistémica, en cambio, es infinitamente más difícil de combatir, al estar instalada en el propio sistema, impidiendo la regeneración del mismo.
El caso Agnew sería inconcebible en el México del PRI en su primera etapa (veremos en la segunda), cuando la «mordida» era algo normal, incluso en las altas esferas gubernamentales.
Sin ir tan lejos, el caso de los ERE andaluces advierte de una corrupción sistémica en aquella comunidad, sin que las comisiones parlamentarias sirvieran para depurarla, hasta que una juez tomara cartas en el asunto.
Del mismo modo, el caso Gürtel, unido al de Bárcenas, nos dirá si se trata de unos pícaros introducidos en la alta política o de corrupción en los partidos de gobierno.
En cualquier caso, sólo la Justicia podrá aclarárnoslo, al no tener los partidos ganas ni medios para hacerlo. Con lo que, sin darnos cuenta, nos hemos topado con el origen y cura de mal.

Me refiero al esquema que diseñó Montequieu hace tres siglos, como pauta de la democracia parlamentaria, con tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, con funciones distintas controlándose entre sí.
Un diseño muy simple, pero al que no se le ha encontrado sustituto, aunque un conocido e ingenioso político de la izquierda española lo declaró, como a su diseñador, enterrado al arrancar nuestra democracia. En lo que puede estar la clave de los graves desequilibrios y crecientes dificultades que está teniendo.

Haber potenciado los principales partidos no parecía mala idea, teniendo en cuenta la tendencia a la dispersión que tenemos los españoles.
Pero haberles dado todo el poder era suicida, democráticamente hablando, ya que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente.
Algo que en nuestro caso se agrava con el diseño territorial, las autonomías, miniestados que copian al central, con más corrupción incluso, debido al clientelismo, favoritismo, nepotismo y otras prácticas delictivas típicas de los espacios reducidos, que se extienden como una mancha de aceite por ayuntamientos y comunidades autónomas, sin que a nadie extrañe ni siquiera alarme, que puede ser lo más grave de todo. Echen una ojeada a Cataluña, Valencia, Baleares, Galicia, etc., etc., y verán la amplitud del mal.

¿Tiene remedio? Sí, aunque no fácil, pues si el pescado empieza a pudrirse por la cabeza, la corrupción sistémica empieza por los políticos. En modo alguno quiero decir que todos sean corruptos. Es más, pienso que la inmensa mayoría son honrados. Pero si el corrupto es el sistema, de poco sirve, y ¿cómo pedir a los partidos que renuncien al sistema que les garantiza la impunidad en caso de haber incurrido en delito voluntaria o involuntariamente? ¿Cómo devolver la Justicia a quienes sólo quieres ser jueces? Pues sigo oyendo hablar de jueces «conservadores» y «progresistas», como si no hubiera jueces a secas en España. Que los hay y están realizando una gran labor en los casos de corrupción hoy en el candelero. Pero hasta que no los vea en los puestos clave de la judicatura, no veo forma de independizarla.

Pienso, sin embargo, que la crítica situación que atravesamos viene en nuestra ayuda.
Hay que enfrentar a la clase política con las consecuencias de la corrupción, como siente ya en sus carnes. Si las mentiras tienen patas muy cortas, la corrupción las tiene muy largas, hasta el punto de terminar destruyendo a quienes la practican y a quienes tienen alrededor. Quiero decir que, por su propio interés, les conviene renunciar a sus privilegios.
Si «la revolución devora a sus hijos», la corrupción los ciega y, a poca democracia que haya, termina llevando a unos a la cárcel, a otros al desprestigio, como ya está ocurriendo.

Otra cosa es si en España tenemos una verdadera democracia.
Pero esa es otra historia, en la que no vamos a entrar para no liarnos aún más. Aunque el hecho de que estemos hablando y escribiendo sobre la corrupción indica que algo de democracia sí que debemos de tener. Lo que nos falta es aplicarla, que es donde solemos fallar los españoles, a quienes suele írsenos todo el empuje por la boca. ¡Pero esa sí que es otra historia! ¿O es la misma?
José María Carrascal, periodista.

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