jueves, 19 de noviembre de 2009

La rabia como síntoma


En las sesiones de control, hay un modo de calibrar cuán malo es el momento que atraviesa el Gobierno: cuando no habla de sí mismo y de sus supuestos logros, sino del PP con rabia para crear una distracción. Y cuanto mayor es la rabia, mayor es también la confesión implícita de que el Ejecutivo no tiene nada de lo cual presumir. Por tanto, y si la rabia es el síntoma, no cabe duda de que el Gobierno se siente más que maltrecho. Porque, en una misma matinal, fue capaz de acusar al PP de estar al mismo tiempo en complicidad con los piratas de Somalia y con ETA. Gruesas palabras que sólo pueden brotar de la mala conciencia o de la desesperación.
La primera acusación, la de la conexión filibustera del PP, la hizo Fernández de la Vega. Acosada por Sáenz de Santamaría respecto de la pésima gestión del secuestro y de su propia huida a Argentina, la vicepresidenta contradijo las palabras del presidente del Gobierno, que la víspera había agradecido al PP su colaboración responsable. Es obvio que el Ejecutivo teme que, una vez liberada la tripulación, el Alakrana ingrese en la trifulca política y desnude la incompetencia de hasta tres ministros y la humillación del Estado. Para cortar en seco ese debate en el que el Gobierno sólo puede perder, De la Vega intentó primero prolongar, al menos «hasta que el barco llegue a puerto», el apagón censor con el que Zapatero trató de cubrir el secuestro. Luego largó la infame grosería de que no aplaudir en posición de firmes la gestión del Ejecutivo equivale a «estar con los piratas». Y, por último, dedicó un minuto largo a replicar al PP, en un tono de reyerta tabernaria, las acusaciones de descoordinación y soberbia hurgando en las pequeñas miserias del primer partido de la oposición, pero sin dar la cara.
La segunda acusación, la de la conexión etarra, la hizo Rubalcaba cuando, huyendo de su pasado, intentó desactivar el estigma de los GAL aduciendo que mantener vivo ese tema sólo interesa «al PP y a ETA». Para entonces, el ambiente se había caldeado por el cerco popular al ministro por el asunto Sitel y por las mentiras de Rubalcaba cuando justificó la condecoración al policía autor de la poco entusiasta investigación sobre el chivatazo del Faisán por un servicio que no fue prestado sino años más tarde: cuán cínica se antoja ya en el recuerdo aquella frase de que los españoles merecen un Gobierno que no les mienta. Como cuando era el portavoz que intentaba despejar a córner los GAL, Rubalcaba aún sostiene que toda indagación supone una traición que socava el Estado, y no un afán de transparencia que corrige sus desmanes de cloaca. Si antes atribuíamos al Ejecutivo un estado de ánimo colindante con la desesperación, el mayor síntoma de ello lo constituyó el espectáculo de un ministro habitualmente taimado e inaprensible en su sangre fría persiguiendo por los pasillos a un diputado de la oposición, Carlos Floriano, para poco menos que agarrarle por las solapas. Hasta Bono hubo de improvisar una intervención conciliadora llevándose a Rubalcaba antes de que éste se hiciera aún más daño a sí mismo. DAVID GISTAU

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