Han transcurrido apenas unos días desde la condena a Baltasar Garzón y el clima de unanimidad impuesto en los comentarios aparecidos en la prensa parece no dejar lugar a dudas. O bien el Tribunal Supremo habría caído en manos de un franquismo redivivo que aspira a apoderarse de las instituciones democráticas, o bien la animadversión de los magistrados hacia un juez de renombre habría puesto en marcha una maquinación para satisfacer los más bajos instintos. En un caso o en otro, la sentencia no sería solo una sentencia; sería un episodio en una bien trabada conspiración. En ella estarían todos: los franquistas que esperaban el desquite, la derecha que no condenó la dictadura y que habría contado con la complicidad del máximo órgano jurisdiccional para silenciar a quien se propuso sanear una transición calificada de claudicante y vergonzosa, y, por descontado, los presuntos corruptos acusados de integrar una trama de financiación irregular al partido hoy en el Gobierno.
Lo más inquietante de esta explicación es que, al igual que hizo la derecha, una parte de la derecha, tras la victoria socialista en 2004, la izquierda, una parte de la izquierda, podría acabar cediendo a la tentación de interpretar su derrota en las elecciones no como un revés político, sino como un zarpazo a la legitimidad del sistema constitucional. Las elucubraciones sensacionalistas en torno a los atentados del 11 de marzo sirvieron para apoyar la idea de que el Partido Socialista no debería haber llegado al Gobierno y, por tanto, cualquier medio para desalojarlo resultaba aceptable. Si la sentencia contra Garzón fuese el resultado de esa conspiración largamente tramada y con extensas ramificaciones en las sentinas de la derecha, ¿cuál sería el inexorable corolario?, ¿qué lealtad constitucional se podría reclamar a nadie?
Las elucubraciones sensacionalistas en torno a los atentados del 11 de marzo fueron una patraña que puso al país al borde de la ruptura. Interpretar la sentencia contra Garzón como el último episodio de una conspiración también puede ponerlo, sobre todo si, como en el caso de los atentados, resultara que se apoya en elucubraciones sensacionalistas. El terreno está abonado para que proliferen, no solo porque la derecha se libró irresponsablemente a ellas y validó entonces un medio execrable de hacer política, sino porque uno de los argumentos más repetidos para criticar la sentencia contra Garzón es la dificultad para explicarla. Salvo que se pretenda confundir los planos, la dificultad para explicar una decisión jurídica no dice nada de la decisión misma, sino de la capacidad jurídica de quien se propone explicarla. Insistir tanto como se ha insistido en que la sentencia contra Garzón es difícil de explicar solo puede significar dos cosas: o que no se tiene competencia, y entonces mejor guardar silencio, o que lo que no se tiene es voluntad, y entonces habría que explicar por qué no se tiene.
El resultado, con todo, es siempre el mismo: a falta de explicación, se imponen las elucubraciones sensacionalistas. De la sentencia contra Garzón se ha contado más a la opinión pública acerca de la vida y milagros de los magistrados que la dictaron que de los hechos que consideraron probados y de los razonamientos en los que apoyaron la condena. Las contadas ocasiones en las que se ha aludido a la sentencia ha sido para decir que, como Garzón, otros jueces también ordenaron escuchar las conversaciones de los detenidos con sus letrados y no han sido castigados por ello. Criticar la sentencia contra Garzón sin pronunciarse sobre el punto esencial, esto es, sobre si los jueces pueden ordenar que se escuchen las conversaciones de los detenidos con sus letrados, equivale a escamotear un dato determinante para la totalidad del caso. Porque si la respuesta es no, y sería deseable que voces con competencia y voluntad ayudaran a forjarse una opinión, entonces quienes critican la sentencia argumentando que otros jueces han hecho lo mismo que Garzón sin ser condenados por ello no estarían defendiendo el Estado de derecho; en realidad, lo estarían defenestrando, porque la norma que estarían implícitamente reclamando para absolver a Garzón no sería la ley que rige para todos, sino la práctica de algunos jueces que, según el Supremo, la contradice.
Las elucubraciones sensacionalistas a la que se han librado tantos medios de comunicación en todo el mundo, y también en España, se alimentan en gran medida de una singular variante del “periodismo de investigación”. El modelo teórico sería el caso Watergate; el resultado práctico guarda con él poco parecido. Si Woodward y Bernstein no hubieran dado a conocer el espionaje del Partido Demócrata ordenado por Nixon, la maquinaria policial, judicial y política de Estados Unidos no se habría puesto en marcha. En España, por el contrario, el “periodismo de investigación” solo hace atronador acto de presencia cuando ya está en marcha la maquinaria policial y judicial, y en ocasiones también la política. En sentido estricto, ese periodismo no descubre nada, no investiga nada, sino que revela, adelantándolas a partir de filtraciones de documentos oficiales y sumarios bajo secreto, informaciones que las leyes ordenan mantener reservadas para respetar las garantías a las que tiene derecho cualquier ciudadano sometido a investigación. En ese adelanto de las informaciones está la clave, porque genera plusvalías simbólicas de las que se benefician a partes iguales filtradores y receptores de la filtración. Unos y otros logran construirse titánicas reputaciones en sus respectivas profesiones a través de un simple sistema de favores mutuos.
Gracias a esta singular variante del “periodismo de investigación”, para el que el papel de la prensa consiste en airear el contenido de las filtraciones y no en denunciar que algunos servidores del Estado quebrantan el deber de secreto al que están obligados, la creación de climas de opinión que, debidamente orientados, convierten los sumarios de instrucción en prácticas resoluciones de condena es un juego de niños. La trampa saducea que se tiende ante los tribunales encargados de juzgar es, o bien dictar sentencia de acuerdo con el clima de opinión previamente creado, y entonces nada sucede, o bien pronunciarse en contradicción con ese clima, y entonces se declara el desprestigio de la justicia y la indignidad de sus miembros. Por desgracia, el “periodismo de investigación”, ese “periodismo de investigación” que ha proliferado en todo el mundo, ha sentado cátedra en España; tanta, que ya no hace falta siquiera invocar el periodismo ni tampoco la investigación para considerar como una práctica admitida la creación de climas de opinión tendidos como trampas ante los tribunales encargados de juzgar. Basta reclamar atención pública como familiar de la víctima de un crimen horrendo, o como partidario de una causa incontestable, para considerarse acreedor de una justicia a la medida, cuando no de una inmunidad absoluta frente a los requerimientos de la ley.
Aparte de la condena por el caso de las escuchas, Garzón tenía abiertas otras dos causas, una por archivar correctamente una querella contra un banquero que accedió a financiar un curso organizado en Nueva York, y otra por abrir y cerrar una investigación sobre los crímenes cometidos por jerarcas de la dictadura sin tener supuestamente competencia para ello, que sigue pendiente de resolución. Salvo que una vez más se pretenda confundir los planos, cada causa es cada causa, y lo que cada causa reclama son argumentos y no la creación de un clima de opinión válido para todas. El porqué de la sentencia de acuerdo con ese clima creado ya se conoce, y remite a una conspiración en las sentinas de la derecha. Falta por conocer el otro porqué, el porqué jurídico, ese porqué que se ha escamoteado bajo el pretexto de que la condena a Garzón es difícil de explicar. Por difícil que sea, los ciudadanos tienen derecho a conocer ese porqué. No solo para decidir sobre el prestigio o desprestigio del Tribunal Supremo, sino también para saber si la legitimidad del sistema constitucional ha recibido un zarpazo o se trata, sin más, de una nueva e irresponsable elucubración sensacionalista.
José María Ridao (EL PAÍS, 23/02/12):
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