A la 1,53 de esta madrugada, se sabrá si han valido o no la pena los largos años de trabajo, los retrasos, los rediseños, los cálculos interminables, los diez meses que han pasado desde que la Phoenix abandonó la Tierra, el pasado 4 de agosto, para poner rumbo a Marte.
De las cerca de cuarenta misiones que el hombre ha enviado al Planeta Rojo desde la década de los sesenta del siglo pasado, más de la mitad no ha conseguido llegar a su destino. Entre ellas la antecesora directa de la Phoenix, la Mars Polar Lander, que en 1999 perdió repentinamente el contacto con la Tierra justo cuando estaba a punto de llegar al polo sur del planeta vecino.
Fue ese el motivo principal del retraso de la Phoenix, cuyo lanzamiento estaba inicialmente previsto en 2001.
Desde entonces, la nave ha permanecido «hibernada» en una sala especial del consorcio Lockheed Martin, donde ha sido equipada por los ingenieros con muchos de los mismos instrumentos que llevaba a bordo la malograda Polar Lander. Además de toda una nueva serie de mejoras en los sistemas de navegación, aproximación, aterrizaje y comunicaciones.
En busca de agua y vida
Ahora la Phoenix se dispone a cumplir la misión para la que fue diseñada: comprobar la composición de las gruesas capas de hielo del polo norte marciano, averiguar si ese agua podría ser útil para dar sustento a los habitantes de una futura base humana permanente y buscar, de nuevo, indicios que permitan despejar de una vez por todas las dudas sobre si en Marte hay, o hubo en algún momento, vida.
Los esfuerzos y las preocupaciones se centran ahora en la última etapa, la más arriesgada, de un viaje de diez meses y casi setecientos millones de kilómetros. «No va a ser ningún paseo», afirma Ed Weiler, uno de los responsables de la misión. «Instalar de forma segura una sonda en Marte es complicado y arriesgado».
Cuando la Phoenix penetre en la atmósfera del planeta, su velocidad será de casi 21.000 kilómetros por hora.
Sólo dispondrá de siete minutos para reducirla drásticamente (hasta sólo 10 km/h), realizar toda una serie de complicadas maniobras y posarse con suavidad en el llamado «Valle Verde», un llano desértico y pedregoso en plena región ártica.
Durante esa última y crítica fase de su viaje, además, la Phoenix no podrá contar con la ayuda de los técnicos de Pasadena.
Y ello por el simple hecho de que las señales enviadas desde la Tierra tardan, a la velocidad de la luz, exactamente 15 minutos y 3 segundos en recorrer los 276 millones de kilómetros que separan la nave de la sala de control. Demasiado para una operación que, en total, sólo durará siete minutos. La Phoenix, por lo tanto, se las tendrá que arreglar sola.
Durante ese periodo de tiempo (al que los controladores de la misión se refieren como los «siete minutos de terror»), la nave, de 400 kg de peso, que ya se habrá desprendido de sus propulsores principales, se precipitará a toda velocidad hacia el suelo, ofreciendo el escudo térmico de su panza a la fricción ardiente de la atmósfera durante la entrada. En ese momento su velocidad será de 20.520 kilómetros por hora.
Siete minutos
Una vez «dentro» se desplegará un paracaídas de frenado y la nave se desprenderá del escudo, ya innecesario. Inmediatamente después, cuando esté a 192 segundos de su contacto con la superficie, la Phoenix desplegará sus tres patas y 109 segundos más tarde, a sólo treinta metros del suelo, se encenderán sus motores de frenado que, en teoría, la depositarán suavemente sobre la superficie.
Una técnica de aterrizaje muy diferente a la habitual, que hasta ahora ha consistido en envolver las naves en grandes balones de aire que amortiguan el impacto y rebotan hasta detenerse. El principal inconveniente de ese sistema es que no permite saber con precisión dónde se detendrá la nave. Para esta misión, la NASA ha seleccionado un área de 97 kilómetros de largo y 20 de ancho.
Una vez haya tocado tierra, la Phoenix extenderá sus paneles solares y quince minutos después enviará un mensaje diciendo que todo ha ido bien. En total, habrá pasado media hora desde su entrada en la atmósfera. Media hora de silencio y nervios difíciles de soportar.
De las cerca de cuarenta misiones que el hombre ha enviado al Planeta Rojo desde la década de los sesenta del siglo pasado, más de la mitad no ha conseguido llegar a su destino. Entre ellas la antecesora directa de la Phoenix, la Mars Polar Lander, que en 1999 perdió repentinamente el contacto con la Tierra justo cuando estaba a punto de llegar al polo sur del planeta vecino.
Fue ese el motivo principal del retraso de la Phoenix, cuyo lanzamiento estaba inicialmente previsto en 2001.
Desde entonces, la nave ha permanecido «hibernada» en una sala especial del consorcio Lockheed Martin, donde ha sido equipada por los ingenieros con muchos de los mismos instrumentos que llevaba a bordo la malograda Polar Lander. Además de toda una nueva serie de mejoras en los sistemas de navegación, aproximación, aterrizaje y comunicaciones.
En busca de agua y vida
Ahora la Phoenix se dispone a cumplir la misión para la que fue diseñada: comprobar la composición de las gruesas capas de hielo del polo norte marciano, averiguar si ese agua podría ser útil para dar sustento a los habitantes de una futura base humana permanente y buscar, de nuevo, indicios que permitan despejar de una vez por todas las dudas sobre si en Marte hay, o hubo en algún momento, vida.
Los esfuerzos y las preocupaciones se centran ahora en la última etapa, la más arriesgada, de un viaje de diez meses y casi setecientos millones de kilómetros. «No va a ser ningún paseo», afirma Ed Weiler, uno de los responsables de la misión. «Instalar de forma segura una sonda en Marte es complicado y arriesgado».
Cuando la Phoenix penetre en la atmósfera del planeta, su velocidad será de casi 21.000 kilómetros por hora.
Sólo dispondrá de siete minutos para reducirla drásticamente (hasta sólo 10 km/h), realizar toda una serie de complicadas maniobras y posarse con suavidad en el llamado «Valle Verde», un llano desértico y pedregoso en plena región ártica.
Durante esa última y crítica fase de su viaje, además, la Phoenix no podrá contar con la ayuda de los técnicos de Pasadena.
Y ello por el simple hecho de que las señales enviadas desde la Tierra tardan, a la velocidad de la luz, exactamente 15 minutos y 3 segundos en recorrer los 276 millones de kilómetros que separan la nave de la sala de control. Demasiado para una operación que, en total, sólo durará siete minutos. La Phoenix, por lo tanto, se las tendrá que arreglar sola.
Durante ese periodo de tiempo (al que los controladores de la misión se refieren como los «siete minutos de terror»), la nave, de 400 kg de peso, que ya se habrá desprendido de sus propulsores principales, se precipitará a toda velocidad hacia el suelo, ofreciendo el escudo térmico de su panza a la fricción ardiente de la atmósfera durante la entrada. En ese momento su velocidad será de 20.520 kilómetros por hora.
Siete minutos
Una vez «dentro» se desplegará un paracaídas de frenado y la nave se desprenderá del escudo, ya innecesario. Inmediatamente después, cuando esté a 192 segundos de su contacto con la superficie, la Phoenix desplegará sus tres patas y 109 segundos más tarde, a sólo treinta metros del suelo, se encenderán sus motores de frenado que, en teoría, la depositarán suavemente sobre la superficie.
Una técnica de aterrizaje muy diferente a la habitual, que hasta ahora ha consistido en envolver las naves en grandes balones de aire que amortiguan el impacto y rebotan hasta detenerse. El principal inconveniente de ese sistema es que no permite saber con precisión dónde se detendrá la nave. Para esta misión, la NASA ha seleccionado un área de 97 kilómetros de largo y 20 de ancho.
Una vez haya tocado tierra, la Phoenix extenderá sus paneles solares y quince minutos después enviará un mensaje diciendo que todo ha ido bien. En total, habrá pasado media hora desde su entrada en la atmósfera. Media hora de silencio y nervios difíciles de soportar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario