La vicepresidenta Fernández de la Vega habló en el Congreso de "avanzar en la condición de laicidad que la Constitución otorga a nuestro Estado" y concretó en parte este objetivo al anunciar una reforma de la Ley de Libertad Religiosa.
El Gobierno, por tanto, corrige el programa que el Partido Socialista presentó en las últimas elecciones (del que retiró a última hora el compromiso de reformar esta norma, vigente desde 1980).
Es buena noticia que el Gobierno haya decidido desarrollar el mandato constitucional sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero resulta extraño que lo haga reformando la Ley de Libertad Religiosa y no por la revisión de los acuerdos con la Santa Sede de 1979.
No se sabe si lo que pretende el Gobierno es reconsiderar la situación de la Iglesia católica o, por el contrario, generalizar la que ahora tiene la Iglesia Católica al resto de las confesiones, por ejemplo, aumentando la financiación o concediéndoles más espacio en la educación.
El Gobierno, por tanto, corrige el programa que el Partido Socialista presentó en las últimas elecciones (del que retiró a última hora el compromiso de reformar esta norma, vigente desde 1980).
Es buena noticia que el Gobierno haya decidido desarrollar el mandato constitucional sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero resulta extraño que lo haga reformando la Ley de Libertad Religiosa y no por la revisión de los acuerdos con la Santa Sede de 1979.
No se sabe si lo que pretende el Gobierno es reconsiderar la situación de la Iglesia católica o, por el contrario, generalizar la que ahora tiene la Iglesia Católica al resto de las confesiones, por ejemplo, aumentando la financiación o concediéndoles más espacio en la educación.
Conociendo lo conocido, puede que ni una cosa ni otra.
Suena más a que la ruta marcada ante la comisión constitucional del Congreso por la vicepresidenta Fernández de la Vega tenga dos elementos de provocación.
En uno (reforma de la Ley de Libertad Religiosa) se insinúa que el Gobierno impulsará el avance del laicismo. En el otro (reforma de la Ley Electoral) se insinúa que el Gobierno quiere recortar el peso político y parlamentario de los nacionalismos periféricos en la gobernación del Estado.
La primera tiene como objetivo poner a la defensiva al PP, que se retrate, que los ciudadanos sepan si sigue colgado de la sotana de Rouco.
El propio planteamiento es mercancía averiada: "Se trata de avanzar en la condición de laicidad que la Constitución otorga a nuestro Estado", dijo la vicepresidenta. Los términos son falsos. No es verdad que la Constitución otorgue al Estado un carácter laico y susceptible de avanzar o retroceder. Como en el embarazo, se está o no se está, pero no se puede ser más o menos laico.
Implantar el laicismo en España sería revolucionario. Y traumático, porque el hecho religioso está profundamente arraigado en una de las tres grandes corrientes monoteístas: el catolicismo romano. Es creencia, pero también es costumbre. Por mucha carga ideológica que le atribuyan a Zapatero, no es tan rojo, tan anticlerical o tan fanático, como para creer que el mero hecho de decretar el laicismo bastaría, no ya para abolir una profesión de fe religiosa, pues eso es imposible, sino para terminar de la noche a la mañana con las costumbres vinculadas a la práctica religiosa en el tejido familiar y social de nuestro país.
Además ninguna confesión religiosa tiene en España carácter estatal, pero el Estado reconoce la existencia del hecho religioso.
Es neutro ante las distintas creencias, pero se manifiesta dispuesto a cooperar con ellas. Especialmente con la católica, que es mayoritaria en nuestro país.
Y así seguirá siendo porque, contra el parecer de algunos, Zapatero todavía no se ha vuelto loco.
Tampoco tiene mayor recorrido la segunda de las provocaciones, la que apunta a los nacionalistas, que serían los principales perjudicados de una eventual reforma de la Ley Electoral. El debate es recurrente. Se trata de impedir que la concentración del voto nacionalista en muy pocas circunscripciones permita a estos partidos influir en el Estado más que otros con mucho más voto nacional pero más disperso, como en el caso de IU o el partido de Rosa Díez.
Aquí la trampa se percibe en el benemérito deseo de contar con un "amplísimo consenso", incluido el de los propios nacionalistas. A nadie se le ocurre reclamar el consenso de las perdices en una ley de caza. Y, por otra parte, como suele decir el ministro Rubalcaba, la cuestión no es discurrir sobre la forma de echar a los nacionalistas sino sobre la forma de ganarles sin cambiar las reglas del juego cuando el partido se está jugando.
Suena más a que la ruta marcada ante la comisión constitucional del Congreso por la vicepresidenta Fernández de la Vega tenga dos elementos de provocación.
En uno (reforma de la Ley de Libertad Religiosa) se insinúa que el Gobierno impulsará el avance del laicismo. En el otro (reforma de la Ley Electoral) se insinúa que el Gobierno quiere recortar el peso político y parlamentario de los nacionalismos periféricos en la gobernación del Estado.
La primera tiene como objetivo poner a la defensiva al PP, que se retrate, que los ciudadanos sepan si sigue colgado de la sotana de Rouco.
El propio planteamiento es mercancía averiada: "Se trata de avanzar en la condición de laicidad que la Constitución otorga a nuestro Estado", dijo la vicepresidenta. Los términos son falsos. No es verdad que la Constitución otorgue al Estado un carácter laico y susceptible de avanzar o retroceder. Como en el embarazo, se está o no se está, pero no se puede ser más o menos laico.
Implantar el laicismo en España sería revolucionario. Y traumático, porque el hecho religioso está profundamente arraigado en una de las tres grandes corrientes monoteístas: el catolicismo romano. Es creencia, pero también es costumbre. Por mucha carga ideológica que le atribuyan a Zapatero, no es tan rojo, tan anticlerical o tan fanático, como para creer que el mero hecho de decretar el laicismo bastaría, no ya para abolir una profesión de fe religiosa, pues eso es imposible, sino para terminar de la noche a la mañana con las costumbres vinculadas a la práctica religiosa en el tejido familiar y social de nuestro país.
Además ninguna confesión religiosa tiene en España carácter estatal, pero el Estado reconoce la existencia del hecho religioso.
Es neutro ante las distintas creencias, pero se manifiesta dispuesto a cooperar con ellas. Especialmente con la católica, que es mayoritaria en nuestro país.
Y así seguirá siendo porque, contra el parecer de algunos, Zapatero todavía no se ha vuelto loco.
Tampoco tiene mayor recorrido la segunda de las provocaciones, la que apunta a los nacionalistas, que serían los principales perjudicados de una eventual reforma de la Ley Electoral. El debate es recurrente. Se trata de impedir que la concentración del voto nacionalista en muy pocas circunscripciones permita a estos partidos influir en el Estado más que otros con mucho más voto nacional pero más disperso, como en el caso de IU o el partido de Rosa Díez.
Aquí la trampa se percibe en el benemérito deseo de contar con un "amplísimo consenso", incluido el de los propios nacionalistas. A nadie se le ocurre reclamar el consenso de las perdices en una ley de caza. Y, por otra parte, como suele decir el ministro Rubalcaba, la cuestión no es discurrir sobre la forma de echar a los nacionalistas sino sobre la forma de ganarles sin cambiar las reglas del juego cuando el partido se está jugando.
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