ISABEL
SAN SEBASTIÁN. ABC
Basculamos
entre la indignación y la asunción resignada de una enfermedad incurable
«NO
es posible una política sin moral y toda moral reclama su aplicación política.
Si no evitamos los demócratas la inmoralidad en la política, crearemos un
vertedero en el país y haremos imposible la convivencia».
Esta
sentencia, con tintes de augurio sombrío, fue pronunciada hace veinte años por
uno de los grandes hombres que hicieron la Transición sumando su talento a una
enorme generosidad.
Se llamaba Enrique Fuentes Quintana, fue vicepresidente del
Gobierno con Adolfo Suárez y, junto a éste, logró fraguar ese consenso hoy
imposible que dio lugar a los Pactos de la Moncloa.
Era un personaje cuyo
entusiasmo resultaba irresistiblemente contagioso, un cerebro privilegiado… una
de esas figuras cuya ausencia atruena el actual escenario de nuestra vida
pública.
Con motivo de su ingreso en la Academia de Ciencias Morales, acaecido
en 1993, le entrevisté para ABC. Con una fe digna de mejor causa o una
ingenuidad casi infantil, considerando que para entonces ya se había destapado
el caso Filesa y Juan Guerra se sentaba en el banquillo, me dijo: «El que la
política llegue a ser incompatible con la moral me parece algo impensable. La
política, si debe ser algo, es moral de comportamiento y, si no, es que va muy
mal».
Si
don Enrique levantara la cabeza…
He
rescatado este testimonio, tan elocuente como demoledor, del archivo en el que
conservo mi particular memoria profesional de España, coincidiendo con la
publicación de esos «110 años de Historia en 1000 imágenes» que ha recopilado
este diario veterano, testigo de más de un siglo. Una obra imprescindible para
quienes, como yo, estamos convencidos de que no hay mejor maestra que la
Historia ni error más peligroso que el olvido. Una joya.
(...) si traspasamos el caparazón de la economía y vamos a
la esencia, a los valores que cohesionan a una sociedad, a los principios que
constituyen su marco de referencia, al proyecto que, compartido, le otorga una
razón de ser y seguir unida, entonces mucho me temo que hemos ido hacia atrás.
Y no sólo en lo que respecta al desafío secesionista al que nos enfrentamos,
que también, sino en lo que atañe a la naturaleza intangible de una Nación, del
alma que la alumbra y el impulso que la mueve.
Vuelvo
la mirada hacia ese arranque de los noventa en el que empezaban a desbordarse
las cloacas de la corrupción, inundando las portadas con su hedor, y recuerdo
un asombro, un escándalo genuino que hoy brilla por su ausencia. Entonces
confiábamos en que el sarampión pasaría; creíamos en la alternativa. Hoy
basculamos entre la indignación y la asunción resignada de una enfermedad
incurable. Releo con estremecimiento el siniestro vaticinio de Fuentes
Quintana: «Crearemos un vertedero en el país y haremos imposible la
convivencia».
¿Acaso no estamos a un paso de alcanzar ese punto?
¿No han
resucitado los peores fantasmas del pasado en términos de confrontación
partidista?
¿No estamos asistiendo a una escalada imparable en el nivel de
agresividad que alcanzan las campañas de acoso al discrepante?
La basura nos
llega al cuello, la democracia hace aguas, pero la banda sigue tocando como si
aquí no pasara nada.
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