GONZALO
SUÁREZ
14/04/2013
CRONICA
LA
NIÑA DE LOS ESCRACHES QUE REVOLUCIONÓ LA CALLE
Hija
de una agente inmobiliaria, ex guionista de televisión, okupa juvenil... Es el
retrato íntimo de la impulsora de los escraches, que estuvo a punto de ser
desahuciada de niña.
Ada
Colau nunca tuvo hipoteca: «No hay que ser esclavo para luchar contra el
esclavismo»
La
Cataluña engreída, antipática, egoísta, trilera y con delirios identitarios
excluyentes es además corrupta. Pero quien la pronuncia, con voz firme y clara,
es Ada Colau, la lideresa del movimiento antidesahucios. La misma que llamó
«criminal» a un representante de la banca en el Congreso de los Diputados. Y
que ahora impulsa la plaga de escraches en las casas de los políticos del PP.
Colau
suelta estas siete palabras cuando, en su charla con Crónica, surge un
llamativo dato biográfico: que su madre trabaja de comercial en una agencia
inmobiliaria.
Es
decir, el gremio que la catalana de 39 años combate con inusitada fiereza. «Me
sentiría mal si fuera una promotora especuladora», se excusa Colau. «Pero
ella se limita a proveer un servicio que la gente necesita: una casa, muchas
veces de alquiler».
La
portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) se escurre de la
contradicción gracias a su habilidosa retórica. El mismo don que le ha
permitido acumular una legión de fieles -votantes del PP incluidos- que creen
que sólo ella combate la «tiranía» de la banca.
Sus
detractores, sin embargo, tachan a esta ex okupa, hoy empleada de una ONG, de
«demagoga», «contradictoria», «populista»... Incluso «violenta».
Su
nombre acapara los papeles a raíz de la plaga de escraches.
Tal
es la preocupación que el Gobierno se ha planteado crear zonas de exclusión
alrededor de las casas de los políticos. Colau, sin embargo, defiende este
método de protesta a domicilio: «Son acciones no violentas y, según los jueces,
totalmente legales».
-¿Y
si le montaran un escrache en casa?
-No
me gustaría, lo reconozco. Pero yo no soy diputada. No tengo el poder de
aprobar leyes.
-De
todas formas, su influencia es enorme. De nuevo: ¿qué haría ante un escrache?
-Saldría
y hablaría con la gente. No tengo miedo.
-¿Entiende
que a los políticos les moleste este acoso?
-A
nosotros tampoco nos gusta hacer escraches. No son un deporte. Tenemos mejores
cosas que hacer, como estar con nuestros hijos. Pero no nos dejan otro remedio,
lo hemos intentado de mil formas y no tenemos otra manera de comunicarnos con
ellos...
En
toda la charla, Colau nunca se desprende de la primera persona del plural.
Hasta ahora, la PAH siempre había tenido alergia a los personalismos, por lo
que apenas se saben detalles de la biografía de su portavoz. Sin embargo, las
últimas semanas la han convertido en el icono indiscutido del movimiento, hasta
el punto de que el Financial Times, la biblia de los mercados internacionales
que tanto sataniza, la ha bautizado «La voz de los indignados». De ahí que
acepte revelar a este suplemento varios episodios inéditos de su vida.
Un
dato curioso: la lideresa de los desahuciados no es una «afectada por la
hipoteca». Al menos, en sentido estricto: jamás ha pedido un préstamo al banco
ni se plantea hacerlo. Lleva toda la vida de alquiler, lo que le ha valido más
de una crítica: ¿debe una arrendataria dar voz a los millones de hipotecados?
«No hace falta ser esclavo para luchar contra el esclavismo», replica ella.
Eso
sí, Colau sí que sufrió la amenaza del desahucio en su infancia. Nacida en una
familia «de clase media venida a menos poco después», su padre perdió su
trabajo de publicista en los años 80. Durante unos meses, el clan bordeó el
embargo. Aunque, al final, lograron vender la casa y saldar las deudas. Desde
entonces, la familia siempre ha vivido de alquiler.
Aquella
experiencia la marcó. Aunque, para Colau, el activismo político también es una
cuestión de genes. Aún recuerda que su madre -la comercial del ladrillo- la
llevaba de niña a las marchas en defensa de la escuela pública. Ya de
adolescente, empezó a movilizarse en solitario. Su debut fue la manifestación
contra la primera guerra del Golfo, en 1990, cuando aún estaba en el instituto.
Desde
entonces, la rebelde Colau ha tejido el típico currículum de militante radical.
No se ha perdido ningún sarao antisistema de los últimos años: de las violentas
marchas contra el Banco Mundial a las protestas por la guerra de Irak, pasando
por el asalto a los consulados de Francia y Suiza en Barcelona en 2003. También
hizo campaña a favor de Enric Duran Giralt, el Robin de los bancos, que levantó
medio millón de euros a distintas entidades bancarias.
Entre
protesta y protesta estudió Filosofía en la Universidad de Barcelona, con un
año de Erasmus en Milán. Eso sí, la brillante Colau, aplaudida por su
afiladísima oratoria, no logró completar la carrera: le quedan dos asignaturas
para licenciarse. «Le prometí a mi abuelo que la acabaría... Pero ahora mismo
no tengo tiempo», asegura.
Tras
la universidad, Colau acumuló decenas de trabajos «precarios»: encuestadora,
traductora, productora... En 2001, a punto estuvo de dedicarse a la televisión:
hizo de actriz y guionista en Dos + Una, una fracasada serie de Antena 3 que
mezclaba realidad y ficción, con sus tres hermanas pequeñas de protagonistas.
«Digamos que las series no eran lo mío», bromea Colau sobre aquel proyecto
fallido.
El
traspié frustró su vocación televisiva, así que Colau volvió a su oficio
predilecto: el activismo. Hoy está en la nómina del Observatori Desc, una ONG
que le paga unos 1.400 euros netos al mes como asesora de vivienda. Aunque, con
los recortes, teme quedarse sin sueldo en verano, lo que la haría depender de
los ingresos de su pareja, un economista que trabaja en una fundación privada.
PROTESTONA
PROFESIONAL
Precisamente,
su empleo en la ONG le ha valido etiquetas como «profesional de la protesta».
La organización ha manejado subvenciones de unos 700.000 euros anuales, sobre
todo de la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona. El destino de estos
fondos son vaporosos proyectos de cooperación internacional -«El derecho a la
ciudad» o «Mujer y vivienda: construyendo dignidad»- principalmente en
Latinoamérica.
Hoy,
dedica las 24 horas del día a su campaña contra el ladrillazo. Aunque ello
suponga robarle horas al descanso y, sobre todo, a su hijo de dos años, con
quien suele dejarse ver en las manifestaciones. «Menos mal que en la ONG me dan
flexibilidad de horarios, porque creen en la importancia de la Plataforma»,
dice Colau, quien este jueves presentará Sí se puede, un libro en el que relata
sus vivencias de estos años.
Hoy,
Colau vive en un piso de 80 metros cuadrados en el Eixample barcelonés, con una
renta mensual de unos 800 euros. Ya ha perdido la cuenta de los inmuebles que ha
habitado en su vida. En su biografía de alquilada, sólo hay una excepción: hace
una década fue okupa. Aquel fue uno de sus numerosos encontronazos con las
autoridades.
Allí,
en su piso familiar, vive con su hijo y su pareja, Adriá Alemany, otro cabecilla
de la Plataforma. Ambos se conocieron en 2006, durante el germen de este
movimiento antidesahucios. «Me encantó su constancia y que no se tira el
rollo», dice él. «Se comporta igual en una asamblea que en el plató de un
programa de máxima audiencia. Casi no duerme. Se desvive por el movimiento. Lo
da todo».
Su
militancia en asuntos de vivienda comenzó hace una década. Su primera
iniciativa fue el Taller contra la Violencia Inmobiliaria y Urbanística.
Defendían a mayores con contrato de renta antigua, que sufrían mobbing de
propietarios e inmobiliarias. Fue en estos años cuando se hizo okupa, lo que le
costó un juicio por la vía civil.
De
ahí pasó a la campaña V de Vivienda. En aquella época, el gran problema no eran
los desahucios, sino los burbujizados precios de los pisos. Su iniciativa cuajó
entre los movimientos de izquierda, sobre todo por su pegadizo lema: «No vas a
tener casa en la puta vida».
Ada
Colau, sin embargo, ya atisbaba el estallido de la burbuja. De ahí que, en
2009, montara la PAH, que saltó a los titulares cuando lanzó su campaña de
bloquear desahucios con concentraciones a la puerta de los inmuebles
embargados. Y, finalmente, promovió una Iniciativa Legislativa Popular (ILP)
que acumuló 1,5 millones de firmas para su triple reivindicación: la dación en
pago retroactiva, la paralización de los desahucios y la creación de un parque
de viviendas de alquiler social.
Fueron
cuatro años de campaña. De trabajo sordo. De anonimato hasta que una visceral
intervención en el Congreso para defender la ILP -con su sonado «es un
criminal»- disparó su popularidad hace un par de meses. «Estaba ahí, en una
comisión de Economía a las nueve de la noche, y dije lo primero que se me pasó
por la cabeza», asegura. «Jamás imaginé la polvareda que iba a montarse».
Otros,
sin embargo, sí que detectaron su atractivo político. Su magnetismo ante las
cámaras. Su talento para transformar los debates más complejos en consignas
populistas. Incluso hay campañas de recogida de firmas en internet para que
lidere un partido y tome La Moncloa: «Ja, ja, ja... Ya te digo yo que no»,
replica. «Para ser presidente hay que estar muy preparado».
No
habla por hablar. En las pasadas elecciones catalanas, dos partidos -ICV y la
CUP- le propusieron jugosos puestos en sus listas. Ella declinó la oferta:
«Desde la Plataforma se tiene más influencia y se consiguen más cosas que en
cualquier partido», asegura.
Colau
sabe que su fuerza está en el asfalto. Que la agitación callejera la ha vuelto
temible. Y muy poderosa. Más que muchos diputados a los que escrachea ante sus
casas.
El
escrache surgió como arma política en Argentina en 1995, para denunciar a los
genocidas liberados por Carlos Menem. Pero no está claro el origen de tan
cacareado vocablo. Una hipótesis es que proviene del lunfardo, argot del Río de
la Plata, donde escrachar significa «poner en evidencia» a alguien. Otras
hipótesis son que proviene del inglés «scratch» (arañar), del italiano
«scaracio» (escupitajo) o del genovés «scraccé», con la acepción coloquial de
«romper la cara». Y tampoco faltan quienes la atribuyen al francés «cracher»
que, según una acepción de 1793, significaba «reprochar algo a alguien con
malos modos».
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