Por
las solapas
IGNACIO
CAMACHO. ABC
¿Qué
más señales de alarma necesita un país para que su clase dirigente se ponga sin
excusas y de una vez de acuerdo?
*.- SEIS millones de parados.
*.- Un Gobierno que se confiesa impotente para
encontrarles trabajo.
*.- Una oposición a la que sus votantes niegan hasta
el beneficio de la duda.
*.- Una crisis institucional sin precedentes.
*.- Un pueblo en estado de depresión.
*.- Una opinión pública atravesada por la
desconfianza.
*.- Un éxodo anual de 130.000 jóvenes.
*.- Un desafío secesionista de una región principal.
*.- Una corrupción transversal de proporciones
inaceptables.
*.- Una clase media destruida.
*.- Una pobreza real creciente.
*.- Dos millones de hogares y cuatro de cada diez
inmigrantes sin empleo.
*.- Una población pasiva que se acerca peligrosamente
a la activa
*.- Y una deuda
de un billón de euros.
¿Qué
demonios más necesita un país para que su clase dirigente se ponga de una vez
de acuerdo?
Después
de la devastadora estadística laboral del jueves y de la lúgubre comparecencia
gubernamental del viernes, en la que los dos ministros con menos empatía del
Gabinete casi tiraron la toalla de la recuperación en esta legislatura, la
única esperanza que cabría transmitir a la nación es la de una voluntad sincera
de compromiso ante la emergencia.
Una
situación tan explícitamente dramática requiere de la gente con responsabilidad
política un rasgo de superación y liderazgo.
La
consecuencia inmediata de tal ejercicio de sinceridad oficial -se agradece al
menos que no nos traten de pintar de colores la catástrofe evidente- tendría
que ser la convocatoria inmediata de una cumbre de partidos y agentes sociales
o, en su defecto, de una reunión bilateral al más alto nivel de las dos grandes
fuerzas parlamentarias para encontrar, sin excusas, un programa de
estabilización social, institucional y económica. Intentarlo, al menos. Un
gesto de mutua generosidad, un acto de grandeza que envíe a los ciudadanos
siquiera la señal de que sus representantes legítimos no están dispuestos a
resignarse al colapso.
Sin
embargo no ha ocurrido nada. O sí; que el presidente permanece en silencio y
que su principal oponente vocifera en un mitin tirándole a la cara unos parados
de los que cinco sextas partes corresponden a su propio mandato. Ni un atisbo
de mutua colaboración, ni una brizna de disposición al entendimiento. Un Gobierno
atrincherado en su mayoría parlamentaria -que ya no es social- y una teórica
oposición aleteando en el vacío de su proyecto mientras la calle se organiza
por su cuenta en plataformas de activismo contestatario. Y mientras el
bipartidismo se disuelve en las encuestas ante su incapacidad de encontrar
respuestas para una crisis que destroza las estructuras del Estado.
Hasta
en Italia, la confusa, desordenada e inestable Italia, ha acabado brillando
ante la amenaza del caos un pequeño relámpago de desdramatización y de
patriótica responsabilidad unitaria. El que hace falta aquí para que alguien
siente a negociar a nuestros líderes aunque sea arrastrándolos por las solapas.
Con esto llegamos como por la mano a
determinar los factores que integran esta forma de gobierno y la posición que
cada uno ocupa respecto de los demás.
Esos componentes exteriores son tres:
1º, los oligarcas (los llamados primates,
prohombres o notables de cada bando que forman su “plana mayor",
residentes ordinariamente en el centro);
2º, los caciques, de primero, segundo o
ulterior grado, diseminados por el territorio;
3º, el gobernador civil, que les sirve de
órgano de comunicación y de instrumento.
A esto se reduce fundamentalmente todo
el artificio bajo cuya pesadumbre gime rendida y postrada la Nación.Oligarcas y
caciques constituyen lo que solemos denominar clase directora o gobernante,
distribuida o encasillada en “partidos".
Pero aunque se lo llamemos, no lo es; si
lo fuese, formaría parte integrante de la Nación, sería orgánica representación
de ella, y no es sino un cuerpo extraño, como pudiera serlo una facción de
extranjeros apoderados por la fuerza de Ministerios, Capitanías, telégrafos,
ferrocarriles, baterías y fortalezas para imponer tributos y cobrarlos.
[...] En las elecciones […] no es el
pueblo, sino las clases conservadoras y gobernantes, quienes falsifican el
sufragio y corrompen el sistema, abusando de su posición, de su riqueza, de los
resortes de la autoridad y del poder que para dirigir desde él a las masas les
había sido entregado.
Joaquín COSTA: Oligarquía y caciquismo, colectivismo
agrario y otros escritos, [Madrid, 1901], edición de 1969, Alianza Editorial,
pp. 28-30.
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