La Tercera
EL PRESIDENTE Y LA NACIÓN
por JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS/
EL Presidente del Gobierno, en una de
esas afirmaciones aparentemente inocuas e insolventes con las que acostumbra a
pronunciarse, ha sostenido en el Senado que el concepto nacional de España es
una cuestión «discutida» y «discutible». Semejante fragilidad de convicción en
la realidad jurídico-política que sostiene y vertebra la Constitución española
de 1978, cuyo vigésimo sexto aniversario celebramos hoy -algunos sí lo hacemos-
alerta del carácter improvisado de la denominada «agenda territorial» de este
Ejecutivo y explica la agresividad de los nacionalismos catalán y vasco para
tratar de imponer sus tesis en la anunciada reforma de los Estatutos
autonómicos.
Los socialistas están incurriendo en
comportamientos, actitudes y pronunciamientos radicalmente contradictorios. El
de José Luis Rodríguez Zapatero sobre el carácter «discutido» y «discutible» de
la nación española es, desde luego, la más grave de todas porque inocula la
duda sobre la supuesta certeza de los socialistas en la consistencia social,
cultural y política en la que se asienta el Estado, es decir, el ser nacional.
La Nación precede al Estado y determina su naturaleza. El Estado unitario,
aunque autonómico como el nuestro, se basa en una realidad preconstitucional de
naturaleza histórica, cultural, económica y política que la Carta Magna recoge
pero no crea. La Nación, por eso, determina las características del Estado, de
ahí que «la indisoluble unidad de la Nación española» en la que se «fundamenta»
la Constitución establezca una estructura jurídica -la estatal- también
unitaria, aunque autonómica, no compatible con la plurinacionalidad, ni con la
coexistencia de «comunidades nacionales». De tal manera que si alguna autonomía
de las diecisiete estatutarias en España propugnase en su nuevo Estatuto su
carácter nacional entraría en colisión con la Constitución de manera
técnicamente indefectible. Alternativamente, la Constitución debería ser
cambiada e iniciarse un proceso constituyente para debatir -discutir,
precisamente- si España es una «nación de naciones» o un conjunto de «comunidades
nacionales» o una yuxtaposición de naciones y regiones, esto es, si es
asimétrica y se reinventa con el ayuntamiento voluntario de las soberanías
nacionales de lo que ahora son partes de un todo.
Esta y no otra es la denominada
«cuestión territorial» que resolvieron los constituyentes de 1978. Sin embargo,
la buena voluntad de los que idearon la diferenciación entre «regiones» y
«nacionalidades» para dar satisfacción a precedentes históricos de la época
republicana y rasgos culturales propios como el lingüístico, es el asidero
actual de algunos para reivindicar que aquella solución -se dice ahora que
«transaccional» con el posfranquismo y «enorme disposición transitoria», según
hallazgo semántico y jurídico del presidente de la Generalidad de Cataluña- sea
sólo un pórtico para que la «discutible» Nación española se transforme en una
«indiscutible» amalgama de regiones y naciones, en las que aquellas, todas
juntas, y, éstas, por separado, pondrían en común sus respectivas soberanías
para alcanzar una suerte de Estado federal asimétrico o confederal, sustituto
del unitario y autonómico vigente.
El Gobierno y su partido niegan que ese
sea el propósito de su «agenda territorial». Pero lo sea o no, por esa vereda
revisionista circula la energía reformadora -más estrictamente, rupturista- que
sopla con vientos de fronda desde Cataluña y nadie puede ya dudar que es exactamente
lo que pretende el denominado «plan» del PNV. En esa agitación de profundo
desafecto constitucional, las palabras dubitativas del presidente del Gobierno
-el carácter discutido y discutible de la nación española- y las baladronadas
insolidarias que llaman a boicotear los intereses comunes sin réplica
proporcional desde el Gobierno, o la docilidad de éste en avenirse a la humillación
de unas regiones frente a otras -es el caso de la denominada «unidad
lingüística» del catalán ante la singularidad, técnica o emocional o jurídica
del valenciano, que tanto da a estos efectos-, o la falta de implicación del
Ejecutivo en la intentada ruptura de la presencia deportiva unitaria en
competiciones internacionales, son todos síntomas de una preocupante abdicación
de principios.
La nación es un concepto dinámico, que
se redefine en sus contenidos adjetivos, incluso en su énfasis militante. Pero
es la piedra filosofal de cualquier sistema constitucional. No hace falta ser
patriota para defender en el caso español la unidad nacional; basta con disponer
del mínimo conocimiento de los ingredientes que aglutinan a los españoles;
adherirse al sentido común y a la sensatez política. Y tener conciencia cierta
de que los hechos fundacionales de la Nación -desde el reinado de Isabel de
Castilla y Fernando de Aragón, pasando por el Quijote de Cervantes, hasta
llegar, si preciso fuera, a las asonadas secesionistas que ni la II República
consintió- no han pasado sin dejar muesca ni dejaran tampoco de tener
proyección en el futuro. La unidad nacional de España, además, concatena la
vigencia de otras realidades -la Corona, que está en su origen- y su afectación
desencadenaría una suerte de reacciones y consecuencias de distinto orden que
ningún Gobierno se puede permitir.
Poner negro sobre el blanco del papel
prensa estas reflexiones no es, como acaso vuelva a suponer el presidente del
Gobierno, una expresión de «fundamentalismo», sino un deber de lealtad para con
las firmes convicciones e intereses de la mayoría que son a los que el Ejecutivo
de España tiene que proveer.
Se ha aducido que la reforma
constitucional -que si afecta a su núcleo esencial implicaría un proceso
constituyente- requeriría para prosperar el mismo consenso que el obtenido por
la Constitución de 1978. Pues bien: en ningún caso lo tendría cualquier
proyecto que alterase la formulación actual de la unidad nacional de España
porque, a diferencia de lo que ocurrió en épocas pretéritas, el pronunciamiento
unitario se complementa con la declaración del derecho a la autonomía de las
regiones y nacionalidades, de tal manera que se suman, sin colmar ninguno pero
sin despreciar a nadie, los intereses de todos, promediándolos. En ese juego de
equilibrios es donde se sitúa el interés colectivo, el punto en el que el
proyecto moral que toda nación constituye se hace visible, el eslabón que
vincula y singulariza a un tiempo. Esa urdimbre de valores comunes, de
conveniencias recíprocas y de pragmatismos mutuos es la que sustenta una Nación
que, como la española, no ha dejado de serlo desde hace cinco siglos durante
los cuales nunca faltó quien persistiese en afirmar su carácter «discutido» y
«discutible» con las negativas consecuencias que la historia nos enseña.
Intentemos que no se repitan.
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