RAMÓN PÉREZ-MAURA. ABC
Pese a todo no descalifiqué totalmente
al abogado que había empezado a parecerme atrabiliario
EL sol entraba a raudales por la
cristalera del bar Milford en la calle Juan Bravo de Madrid. Eran las 11.00.
Jorge Trías Sagnier me había citado para intentar convencerme de que aceptara
una invitación del Gobierno de Teordoro Obiang Nguema para visitar Guinea
Ecuatorial. Más allá de rechazar la propuesta sin contemplaciones, la
iniciativa me confirmó lo que hacía ya mucho tiempo que era una evidencia para
mí. En quien yo había confiado años atrás como abogado y en cuyas manos puse
una causa judicial importante para mí demostraba ser otra cosa.
Corría el año 1999 y mi primera mujer,
operada ya de un cáncer de mama, tenía un tumor en el otro pecho que su
oncólogo ninguneaba reiteradamente. Tras seis meses de desprecio a la evidencia
que aquel médico tenía ante sí, tuvo que ser un cirujano plástico el que
ordenase una biopsia que confirmó lo que era evidente: había un nuevo
carcinoma. Recurrimos a Jorge Trías para denunciar al oncólogo. La causa era
evidente: el retraso de al menos seis meses en el diagnóstico agravaba
seriamente el pronóstico y dificultaba enormemente la curación. La importancia
del diagnóstico precoz es reconocida por cualquier oncólogo. Pues ni aun así
fue nuestro abogado capaz de ganar el pleito contra el médico que dejó crecer
el segundo tumor hasta el punto de que cuando nos pusimos en nuevas manos ya
había una metástasis. El diagnóstico era ya muy grave. Y se cumplió.
Pese a todo no descalifiqué totalmente
al abogado que empezó a parecerme atrabiliario. Un buen día me citó para
pedirme mi mediación. Era el invierno 2001-2002. Un gobernante en ejercicio, en
un país democrático, tenía que afrontar la decisión de comprar unos
helicópteros artillados para su ejército. Era un gobernante con el que yo
mantenía una estrecha relación de amistad y al que visitaba con frecuencia.
Trías y un buen amigo suyo, exministro de Asuntos Exteriores y firma habitual
en las páginas del diario «El País», querían participar en la transacción con
el objetivo habitual en estos casos. En el siguiente viaje a ese país informé
del interés de estas personas. Y lo debí hacer con tanto entusiasmo que fueron
esos helicópteros los que se compraron, pero a otros intermediarios diferentes.
Me quedé muy a gusto.
Cuando hoy veo a Jorge Trías Sagnier
convertido en juez tonante, en garante de la ética, quien proclama haber
«cumplido con mi deber», me pregunto si de verdad cuando se mira al espejo cada
mañana se siente a gusto consigo mismo. Y también entiendo cuán reconfortante
debe ser para él la soledad de las altas cumbres de las que me hablaba con
pasión alguien a quien brevemente consideré mi amigo. Y sobre quien comprendí,
con hechos, que yo estaba muy equivocado.
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