“Somos menos libres de lo que creemos y de los que parecemos
(…). Tal vez no hay por eso, mayor
despropósito moral como el de creer en la posibilidad de autodeterminación de
los pueblos o naciones. Posibilidad que no sólo está negada en la historia de
la humanidad, sino en la misma lógica de la cosa nacional.
España, como las demás naciones, no ha sido fruto de una
decisión voluntaria de sus pobladores, renovada cada día en una especie de plebiscito
de 24 horas (…). Ni tampoco es un producto contractual del consenso de los
poderosos o del asentimiento de los pueblos que la integran.
Hablar de autodeterminación histórica, para mezclar la idea
de destino con la libertad, es un contrasentido que no dice absolutamente nada.
La doctrina de la autodeterminación histórica de los pueblos
es, en el fondo, una versión profana de la antigua teología providencial.
Los pueblos han recogido, en su historia milenaria sin
retorno, oscilantes periodos de en de engrandecimiento y de empequeñecimiento
material, de renacimiento y decadencia de sus civilizaciones técnicas y de sus
cultura morales, sin que la libertad interior de sus miembros individuales ni
la fatalidad de sus destinos colectivos
hayan tenido mucho que decir en esas grandes mutaciones.
Además de las pasiones colectivas que orientan en una
comunidad la conducta gregaria de los individuos, libres o esclavos, que la
integran, desde siempre se ha sabido (…) que el clima y las condiciones
ecológicas del medio ambiente has desempeñado un papel decisivo en el
desarrollo discretamente desigual de la humanidad y en la formación de las
naciones.
Esto no quiere decir que (…) en los egoístas genes de la
materia viva, esté escrita la historia, dichosa o desdichada de los pueblos,
como está en el código genético la biografía animal de las personas.
Por ello, porque no está predeterminada, España no ha sido,
no es y no será una unidad de destino
nacional en lo universal (como pretendió el franquismo) y porque no es un
producto de la voluntad de los españoles, España tampoco puede ser una
pluralidad de destinos particulares en lo común europeo, como pretende el
postmodernismo juancarlista.
Dos mundos de existencia virtual donde la realidad es
suplantada por la imagen, donde el ser es suplantado por el "parecer" y la
personalidad por la “impresión” que se debe dar de ella.
Entre esas palabras mágicas que componen el vacío de los
discursos, con imágenes de generosidad (solidaridad), de esperanza (progreso) y
de sabiduría técnica (modernidad), hay una voz relativa a la justicia que se
tiene reservada para zanjar discusiones conflictivas entre ambiciones sociales
opuestas o divergentes: “derecho, tener derecho”.
El bando que consigue designar con la palabra “derecho” a su
“ambición”, y que así la llamen quienes no están comprometidos en el pleito, ha
comenzado a ganarlo.
(…) Tan arraigada
está la creencia de que las naciones, puros hechos de existencia humana, tienen
derechos subjetivos como si fueran personas, que hasta los diccionarios de
teología definen el hecho de autodeterminación como derecho natural..”
(…) La costumbre de hablar de las naciones como si fueran
personas ha facilitado la errónea creencia, puramente ideológica, de que
también con ellas tienen derechos (…)
“España, sin necesidad de invocar ningún derecho, es un
hecho de existencia nacional, con el que
se topan las generaciones sucesivas de todos los pueblos que nacen y se
reproducen en su territorio.
Cataluña y el País Vasco, en cambio, no son hechos de
existencia nacional, aunque una parte de sus habitantes los reclaman y desean
imponer como derechos.
Al no ser regiones sometidas a la ocupación de una potencia extranjera, el derecho de autodeterminación
nacional no puede ser reivindicado ante ningún tribunal de justicia
internacional. De ahí a que sólo pueda esgrimirse ante la opinión pública
interna, mediante una continua oposición nacionalista al Estado que los
deniega.
(…) el derecho de autodeterminación es invocado por las nacionalidades
lingüísticas españolas como las personas lo hacen con el derecho de legítima
defensa. Para justificar la acción directa.
(…) Si escuchamos y creemos lo que dicen los nacionalistas,
no dudaríamos en calificar la situación
que sufren sus regiones como la de un
estado de necesidad o peligro permanente que les obliga a separarse de las
demás, o a cambiar su modo de relacionarse con ellas, por una razón tan
elemental como la legítima defensa. Pero si observamos la conducta de los
nacionalistas a lo largo de las distintas situaciones políticas que han
conocido en la Historia nacional del estado, llegamos a la conclusión de que
nos es la legítima defensa, sino el oportunismo, lo que impulsa su movimiento
centrifugador.
La resistencia nacionalista disminuye cuando más necesaria
sería, o sea, cuando la dictadura persigue y reprime las más primeras
manifestaciones de particularismo. Y aumenta en la mis medida, en que deja de
ser necesaria, o sea, cuando la libertad cultural es plena.
Esta observación es suficiente para sospechar que el único
objetivo y el único móvil de las organizaciones nacionalistas es la envidia de
poder. No el poder social en sus regiones, sino el poder político en un Estado.
Que lo buscan, bien sea convirtiendo en estatales sus
plataformas regionales de poder o bien dotándose de un Estado propio. Y así, en
su ambición de poder estatal, se diferencias de los demás partidos en el pretexto ideológico que da
fundamento social a sus pretensiones de ser cabeza de ratón antes que cola de
ratón.
Si esta sospecha se confirmara, como toda hipótesis, con la
experiencia histórica del movimiento nacionalista, el tan cacareado derecho de
autodeterminación sólo sería un cornetín de enganche para la batalla del poder,
para la conquista de un Estado propio.
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