Los nacionalismos, según Orwell, malgastan energías en crear mundos de fantasía donde el pasado ocurre como nunca ocurrió y como los nacionalistas quisieran que hubiese ocurrido.
Sus fabulaciones pueden parecer siniestras o risueñas, truculentas o divertidas, pero resultan siempre paranoides.
Sus fabulaciones pueden parecer siniestras o risueñas, truculentas o divertidas, pero resultan siempre paranoides.
Ahora bien, la distorsión paranoica no opera exclusivamente sobre hechos y personas de la historia remota.
La máquina de fantasear se halla en movimiento perpetuo, y así, por ejemplo, nuestros nacionalismos domésticos poseen ya mitologías de la Guerra Civil, del franquismo e incluso de la Transición. En algún caso se puede percibir su funcionamiento en pleno proceso de elaboración del delirio, como sucede ahora con el nacionalismo vasco, dedicado a la construcción acelerada de un relato exculpatorio del terrorismo de ETA.
La máquina de fantasear se halla en movimiento perpetuo, y así, por ejemplo, nuestros nacionalismos domésticos poseen ya mitologías de la Guerra Civil, del franquismo e incluso de la Transición. En algún caso se puede percibir su funcionamiento en pleno proceso de elaboración del delirio, como sucede ahora con el nacionalismo vasco, dedicado a la construcción acelerada de un relato exculpatorio del terrorismo de ETA.
En su primera época, los nacionalismos sintieron predilección por la mitología de los orígenes prehistóricos de los pueblos, pero, dado que el racismo era un ingrediente esencial de aquélla, fueron abandonándola tras el descrédito del concepto de raza después de la Segunda Guerra Mundial.
Suele colgarse —y no sin razón— el sambenito de racista al fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana Goiri, pero se olvida con frecuencia que los padres del nacionalismo catalán no fueron menos persistentes en su defensa de la existencia de una raza propia.
El galleguismo desarrolló un racismo poético e inverosímil. Manuel de Murguía, esposo de Rosalía de Castro, se inventó una raza céltica ad hoc, y proclamó que los gallegos se caracterizaban por ser todos altos, rubios y de ojos azules (aunque él mismo no pasaba del metro y medio y era escuchimizado y cetrino, de cabellera oscura y crespa).
El galleguismo desarrolló un racismo poético e inverosímil. Manuel de Murguía, esposo de Rosalía de Castro, se inventó una raza céltica ad hoc, y proclamó que los gallegos se caracterizaban por ser todos altos, rubios y de ojos azules (aunque él mismo no pasaba del metro y medio y era escuchimizado y cetrino, de cabellera oscura y crespa).
Con todo, no fue el racismo patrimonio de los nacionalistas periféricos. Giménez Caballero distinguía en la población española una mayoría de cepa africana, gente chaparra y morena que producía aguadores y mozos de cuerda, y una selecta minoría aria y rubia, dolicocéfalos de talla egregia cuyo arquetipo representaba José Antonio Primo de Rivera. Como es sabido, Franco se vengó de aquella insidia de Gecé contra su persona nombrándolo embajador en Paraguay.
Fernando el Católico
La Edad Media, por el contrario, ha conservado su prestigio en la fantasía nacionalista, que descubre florecientes comunidades nacionales en reinos minúsculos aficionados a destriparse entre sí cuando no los diezmaban el cólera o la peste negra, y deplora en cambio la formación renacentista de los Estados modernos, con sus burocracias y ejércitos profesionales. Un modelo que nunca ha dejado de estar de moda en el nacionalismo vasco es el de la Navarra anterior a 1512, es decir, a su conquista por Fernando el Católico, rey de Aragón y regente de Castilla.
Algo verdaderamente pasmoso, porque la Navarra medieval era una pequeña babel de etnias y lenguas distintas, donde se hablaba vasco, provenzal y romances afines al castellano. La tan traída y llevada guerra de Navarra (1512-1516) fue una guerra civil, con motivaciones dinásticas, en la que los bandos nobiliarios autóctonos se dividieron y enfrentaron, a favor unos de los Labrit, y otros, de los Trastámara. Resulta ocioso recordar que Ignacio de Loyola, el santo favorito de Sabino Arana, se quedó cojo en el asalto a las murallas de Pamplona, combatiendo al servicio de Fernando (que, por cierto, era vascohablante de cuna, pues había nacido y pasado su infancia en Sos, donde el eusquera era la lengua de la calle, mientras su adversario Labrit, más francés que Hollande según todos los indicios, apenas chapurreaba el bearnés). Es interesante resaltar, por el contrario, el hecho menos conocido de que el primer escritor en lengua vasca, el clérigo Bernard Dechepare, fue perseguido por los partidarios de Labrit a causa de sus simpatías por el rey Católico.
Los mitos nacionalistas son cuentos de buenos y malos.
La historia de verdad nunca ha sido así. Valentí Almirall, el primer ideólogo del nacionalismo catalán, terminó en las filas de Lerroux; Arturo Campión, patriarca del nacionalismo vasco en Navarra, murió en San Sebastián en 1936 preguntando si habían llegado los suyos (o sea, los requetés); Francesc Cambó, el líder del catalanismo histórico, se pasó al bando de Franco, y lo mismo hicieron Pla, Risco, Barriola y un buen número de prestigiosos escritores nacionalistas catalanes, gallegos y vascos. La vida desmiente siempre, con su ambigüedad, el maniqueísmo de las ideologías.
La historia de verdad nunca ha sido así. Valentí Almirall, el primer ideólogo del nacionalismo catalán, terminó en las filas de Lerroux; Arturo Campión, patriarca del nacionalismo vasco en Navarra, murió en San Sebastián en 1936 preguntando si habían llegado los suyos (o sea, los requetés); Francesc Cambó, el líder del catalanismo histórico, se pasó al bando de Franco, y lo mismo hicieron Pla, Risco, Barriola y un buen número de prestigiosos escritores nacionalistas catalanes, gallegos y vascos. La vida desmiente siempre, con su ambigüedad, el maniqueísmo de las ideologías.
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