Crisis económica y derrota socialista en España
Josep Borrell | Actualizado 29 Febrero
2012 - 19:30 h.
España era el alumno modelo de la clase de
Maastrich, con un superávit público del 2,2 % y un endeudamiento por debajo del
40% del PIB
Desde la
introducción del euro y hasta el inicio de la crisis, España ha sido una de las
economías más dinámicas de Europa.
Con una tasa
de crecimiento media en el periodo 2000-2007 del 3,6 %, su tasa de paro había
descendido en julio del 2007 hasta el 8,2 %, la más baja de los últimos 40
años.
Antes de la
crisis, España era el alumno modelo de la clase de Maastrich, con un superávit
público del 2,2 % y un endeudamiento por debajo del 40% del PIB.
Pero desde
el 2007 se han perdido 2,4 millones de puestos de trabajo, la tasa de paro
ronda el 22 %, el 44 % entre los jóvenes, la economía está estancada y, según
Eurostat, España aparece como el cuarto país más desigual de la UE, solo por
delante de Lituania, Estonia y Rumania.
Las ultimas
elecciones generales del pasado 20 de noviembre, más que una victoria del PP,
que solo gana medio millón de votos, fueron una clara derrota del PSOE, que
pierde 4,4 millones de votos por su derecha y por su izquierda. Ha sido el peor
resultado (28,7 % de los votos) de los socialistas desde la recuperación de la
democracia en 1978.
Entre las
brillantes perspectivas del 2007 y la realidad de hoy, ha pasado el tsunami de la
crisis.
Las reformas
progresistas de José Luis Rodríguez Zapatero impulsando los derechos sociales y
las libertades individuales y su política exterior, retirando las tropas
españolas de Irak y aumentando la ayuda al desarrollo, ya no han sido tomadas
en consideración.
Los
ciudadanos están preocupados por la inseguridad económica, y desorientados por
los bruscos cambios de política económica de un Gobierno que negó la crisis
durante demasiado tiempo y no supo explicar las medidas que tuvo que tomar para
hacerle frente.
La
intensidad y la duración de la crisis, y sus dramáticos efectos sociales,
tienen mucho que ver, sin duda, con los malos resultados electorales del
partido socialista.
Pero han
sido también los errores en la gestión política de la crisis, sobre un fondo de
descrédito de la política y de pérdida de contacto con las clases populares,
sobre todo con la juventud especialmente castigada por la creciente precariedad
laboral, los que han producido esa situación.
El primer error de los Gobiernos
socialistas fue no haber intentado corregir antes las debilidades estructurales
de la economía española y su insostenible modelo de crecimiento
El primer
error de los Gobiernos socialistas fue no haber intentado corregir antes las
debilidades estructurales de la economía española y su insostenible modelo de
crecimiento, basado en una hipertrofia del sector de la construcción y un
excesivo endeudamiento privado.
Lo reconocía
el propio José Luis Rodríguez Zapatero y el derrotado candidato socialista
Alfredo Pérez Rubalcaba diciendo que su mayor error había sido no “pinchar”
antes la burbuja inmobiliaria.
Esperaban,
como decía en un exceso de optimismo el Vicepresidente Pedro Solbes antes de su
cese-dimisión, “un aterrizaje suave, desacelerando poco a poco la excesiva
inversión en vivienda”. El aterrizaje suave ha sido en realidad un verdadero
“crash”, acelerado por la crisis financiera internacional.
Los
Gobiernos socialistas no hicieron gran cosa para controlar el crecimiento
desbocado de la construcción. Más bien echaron leña al fuego de una dinámica
especulativa, ideológicamente basada en la liberalización del suelo y
financieramente sustentada por los bajos tipos de interés y las entradas de
capital extranjero que el euro trajo consigo
Es cierto
que fue el PP el que lanzó el proceso de desregulación urbanística que hizo
posible la burbuja inmobiliaria. Pero a ello contribuyeron destacados miembros
del partido socialista a los que José Luis Rodríguez Zapatero dio las mayores responsabilidades.
El
Gobierno socialista tardo tres largos años antes de modificar la Ley del Suelo,
y para cuando lo hizo, el mal ya estaba hecho.
A pesar
de las voces que lo pedían, desde dentro y fuera del Gobierno, no solo no
redujo los incentivos fiscales a la construcción sino que produjo una
legislación fiscal especialmente favorable a las plusvalías inmobiliarias en
plena burbuja especulativa.
Ese fue uno
de los mayores errores de política fiscal de los socialistas españoles,
contradiciendo su programa electoral de 2004, en el que se proponía volver a
colocar las plusvalías a corto plazo dentro de la escala progresista del
impuesto sobre la renta. En vez de eso, se completó la regresividad de la
política fiscal del PP, haciendo que todos los rendimientos del capital
financiero y las plusvalías inmobiliarias tributasen a un tipo proporcional muy
bajo, del 18%.
Así se
llevaba a la práctica una política fiscal muy al estilo de la Tercera Vía blairista, que
creía más en la reducción de los impuestos y en la disminución de su
progresividad que en sus efectos redistributivos.
Pasará a
la historia la famosa frase de José Luis Rodríguez Zapatero: “bajar los
impuestos es de izquierdas”, que no deja de ser sorprendente en un país que
sigue siendo uno de los que tienen la presión fiscal más baja de Europa, como
también es uno de los más bajos el gasto social por habitante.
Es cierto
que el gasto social aumentó durante la primera legislatura 2004-2008 de José
Luis Rodríguez Zapatero.
Pero no fue
financiado con aumentos estructurales de la recaudación ni de la progresividad
fiscal, sino con el aumento de los ingresos provocados por el boom
inmobiliario. La progresividad tributaria y la sostenibilidad fiscal
disminuyeron, pero quedaron ocultas por un aumento de la recaudación que se
detuvo bruscamente con la crisis.
Se crearon
así las bases de un déficit estructural que explotó cuando la crisis detuvo en
seco la actividad.
La
supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, poco tiempo antes de tener que
congelar las pensiones y reducir los sueldos de los trabajadores públicos, es
el ejemplo más dramático de esas contradicciones fiscales.
La
pérdida de recaudación generada por la supresión de ese impuesto fue el doble
de lo que se ahorraba congelando las pensiones.
La supresión
se decidió antes de que se fuera plenamente consciente de la gravedad de la
crisis, pero la imagen del Gobierno quedó muy dañada por esas decisiones, que
no eran la mejor manera de distribuir de forma equitativa los costes de la
crisis.
Las
reducciones o bonificaciones fiscales de tipo proporcional, como la decisión de
distribuir a todos los contribuyentes por el impuesto sobre la renta un cheque
de 400 euros, cualquiera que fuese su renta, para intentar aumentar el consumo
y mantener la actividad económica, o la de fomentar la natalidad premiando con
un cheque-bebé de 3.000 euros a todas las madres, cualquiera que fuese su
renta, contribuyeron a disminuir la progresividad, no tuvieron efectos
macroeconómicos y, sobre todo, aumentaron la sensación de injusticia fiscal.
En realidad,
la crisis inmobiliaria reflejó las debilidades de la economía española y la
insostenibilidad de su modelo de crecimiento. Prácticamente todo el diferencial
de crecimiento entre España y el resto de la UE se debe al boom inmobiliario,
que triplicó los precios de la vivienda y causó un insostenible aumento del
endeudamiento de las familias, desde el 47% de su renta disponible en 1997 al
135% en el 2007. El déficit exterior llegó al 10% del PIB, pero eso no parecía
preocupar a nadie ya que el euro había hecho desaparecer las restricciones
exteriores que siempre habían acabado abortando el crecimiento de la economía
española. Con el euro había desaparecido el riesgo de cambio, los capitales
afluían y nos permitía endeudarnos a tipos de interés reales negativos.
El choque externo creado por la quiebra de
Lehman Brothers redujo el flujo de capital extranjero, provocó una restricción
del crédito que paralizó la economía real
En cambio,
la inversión industrial era débil, la espectacular modernización del país no se
traducía en el aumento ni la diversificación de las exportaciones ni de su
contenido tecnológico. La productividad del trabajo no creció apenas durante 10
años (0,2% en media, versus 1,3% en Francia) consecuencia en parte de la
especialización productiva en sectores, construcción y servicios, en los que no
hay grandes aumentos de productividad. Ello, junto con los aumentos salariales
mayores que la media de la zona euro, hizo que el país perdiera competitividad,
expresada en su déficit comercial, pero enmascarada por el motor de crecimiento
interno que era la construcción y la disponibilidad de financiación exterior.
Y así hasta
que la crisis paralizó bruscamente ambos factores. El choque externo creado por
la quiebra de Lehman Brothers redujo el flujo de capital extranjero, provocó
una restricción del crédito que paralizó la economía real. El ajuste se realizo
aumentando el paro, ya que un tercio al menos de los empleos eran temporales
con costes de despido muy bajos o nulos.
Desde la
oposición, los socialistas habían denunciado la insostenibilidad de ese modelo
de crecimiento basado en el endeudamiento y la expansión del “ladrillo”.
Propusieron cambiarlo, pero cuando se cabalga sobre una expansión que crea
empleo y llena los cofres del Estado y de la Seguridad Social no es fácil
frenar para cambiar de rumbo.
Y además,
cambiar de modelo productivo lleva tiempo. Cuando la crisis llegó, ya era
demasiado tarde. La Ley de Economía Sostenible que pretendía impulsar ese
cambio, muy a la manera española heredada del dirigismo francés, de hacer
grandes Leyes que enuncian principios retóricos para cambiar realidades
complejas, se convirtió en un recital de buenos deseos y medidas heterogéneas,
impotentes para hacer frente al vendaval y las urgencias de la crisis.
José Luis
Rodríguez Zapatero negó la crisis durante demasiado tiempo y tardó en darse
cuenta de su gravedad. Estaba convencido de que España tenía el sistema
financiero más sólido del mundo gracias a las provisiones anticíclicas que
había exigido el Banco de España. Pero resultó que parte del sistema, en
especial las Cajas de Ahorro, estaba seriamente dañado por la pérdida de valor
de los activos inmobiliarios y la insolvencia de un numero creciente de
familias altamente endeudadas y afectadas por el paro.
La primera
respuesta a la crisis, durante 2008 y 2009, fue del tipo keynesiano, como en
todas partes y según lo que la propia UE y el FMI aconsejaban. Pero el déficit
creció muy rápidamente hasta el 12% del PIB, no tanto por el aumento
discrecional del gasto sino por el juego de los estabilizadores automáticos
vinculados al sistema de protección social, y sobre todo, la caída de los
ingresos vinculados a la actividad de la construcción. A diferencia de Grecia,
donde el déficit creó la crisis, en España la crisis creó el déficit.
Cuando la
crisis cambió de naturaleza, desde una crisis de demanda que precisaba
estímulos fiscales a una crisis de endeudamiento y de financiación exterior, la
reacción fue lenta. José Luis Rodríguez Zapatero siguió proclamando que no
reduciría sus políticas sociales hasta que en Mayo del 2010, bajo la presión de
Bruselas y de los mercados, tuvo que imponer un severo plan de ajuste,
recortando salarios públicos, congelando pensiones y subsidios y subiendo
impuestos, sobre todo los indirectos. El incremento impositivo sobre las rentas
altas y los rendimientos del capital fue solo simbólico, y no se repuso el
impuesto sobre el patrimonio hasta días antes de las elecciones. El conjunto de
las medidas fue percibido como un injusto reparto de los costes del ajuste,
sobre todo porque al mismo tiempo se conocieron los sueldos, las
indemnizaciones y las pensiones multimillonarias de los directivos del sistema
financiero, especialmente de las Cajas de Ahorro en quiebra o en graves
dificultades financieras.
Hay que
decir que el PP intento en todo momento sacar ventaja electoral de la crisis,
como ha hecho la derecha europea en Portugal y en Grecia. Votó en contra de las
medidas de ajuste presentadas por José Luis Rodríguez Zapatero, que fueron
aprobadas por un solo voto. Si hubieran sido rechazadas, como en Portugal, España
hubiera debido acogerse a la ayuda europea, creando una situación mucho más
grave para el país y para toda Europa.
Desde
entonces, José Luis Rodríguez Zapatero hizo de la necesidad virtud y se
convirtió en el mejor alumno de las medidas de austeridad y ajuste prescritas
por la UE.
Pero no
fue capaz de explicar este cambio radical, percibido por buena parte de la
opinión como una traición a sus principios, en pleno conflicto con los
sindicatos por las reformas de las pensiones y del mercado de trabajo, que
acabaron siendo inefectivas y que no contentaron a nadie.
El movimiento de los indignados o
del 15-M, amorfo pero auténtico, plantea también importantes cuestiones acerca
de la representatividad del sistema político español, basado en listas
electorales cerradas y bloqueadas, sobre la calidad de la democracia
Duras
medidas de ajuste contradictorias con el discurso político anterior y con un
Ministerio de Economía tecnocrático, incapaz de la pedagogía política
necesaria, provocaron una fuerte caída de la confianza en el Gobierno. A ello
se le sumo la desconfianza en la clase política provocada por casos de
corrupción, aunque afectasen sobre todo al PP. El movimiento de los
“ndignados”, ocupando pacíficamente las plazas de España, reflejó la
frustración de una juventud sin futuro, los nuevos “ninjas” (no income, no job,
no assets) de la sociedad española, con el agravante de que muchos de ellos
tenían hipotecas que no podían pagar sobre unas casas que valían menos que lo
que habían pagado por ellas.
El movimiento
de los indignados o del 15-M, amorfo pero auténtico, plantea también
importantes cuestiones acerca de la representatividad del sistema político
español, basado en listas electorales cerradas y bloqueadas, sobre la calidad
de la democracia, el funcionamiento de los partidos políticos y su apertura a
la sociedad. Cuestiones que el partido socialista no se había planteado
suficientemente y a las que tendrá que dar respuesta en la nueva etapa que
ahora se abre.
En este
contexto de crisis económica y contestación social, el PSOE perdió votos por
los dos lados: sus votantes centristas pensaron que José Luis Rodríguez
Zapatero estaba perdido en su laberinto, y que ni él ni Alfredo Pérez Rubalcaba
tenían capacidad de responder a la crisis; y los situados más a la izquierda se
sintieron decepcionados o traicionados por sus reformas y sus medidas de
ajuste.
El tímido
giro a la izquierda intentado durante la campana electoral carecía de
credibilidad.
Era
demasiado poco y demasiado tarde por parte de alguien demasiado identificado
con las políticas del Gobierno. No era posible a la vez criticar medidas
parecidas, que fuesen a ser aplicadas por la derecha, y justificarlas cuando
habían tenido que ser aplicadas por la izquierda.
Ahora el
socialismo español se enfrenta, como en los demás países europeos, a la
definición de políticas que hagan compatible equidad social y sostenibilidad
ambiental con las exigencias de competitividad en un mundo globalizado, en una
sociedad mucho más individualizada y frente a un sistema financiero más
poderoso que los propios gobiernos. Lo único que es seguro es que la respuesta
no puede ser nacional y que hay que encontrarla en la escala europea. Un
terreno donde por desgracia tampoco el papel del PSOE ha sido muy relevante en
los últimos años.
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