ene 13 16
Sobre un supuesto derecho
La Vanguardia | Francesc de Carreras
Parece que en Catalunya una mayoría
parlamentaria, en la que se incluyen al parecer los socialistas, es favorable
al llamado derecho a decidir. Es más, lo encuentran como algo natural y
evidente, implícito en la misma esencia de la democracia. Incluso se llega a
decir que, a pesar de que las leyes no lo permitan, el derecho a decidir es
siempre legítimo desde un punto de vista democrático, invocando así una
legitimidad democrática al margen de la legalidad vigente. Tales afirmaciones
muestran la gran confusión sobre el significado de todos estos términos. En
este artículo intentaremos averiguar qué se oculta tras el tan traído y llevado
derecho a decidir.
En primer lugar, la función primordial
de los poderes públicos –legislativos, ejecutivos y judiciales– es tomar
decisiones: para ello están las leyes y reglamentos, los actos administrativos
y las resoluciones judiciales. Todas estas normas son decisiones que vinculan
obligatoriamente a los ciudadanos y a los demás poderes públicos. Su
legitimidad deriva de que se adecuen a la legalidad, es decir, que sean
dictadas por el órgano competente, a través de los procedimientos previstos y,
de acuerdo con el principio de jerarquía normativa, sin oponerse al contenido
de una norma superior. Pero el tan invocado derecho a decidir no creo que se
refiera a este tipo de decisiones regulares de los poderes públicos. Supongo
que se refiere a otra cosa.
Se me objetará: de lo que se trata es de
que sean los ciudadanos, no los poderes públicos, quienes decidan, de eso
hablamos cuando reclamamos el derecho a decidir. Pues bien, en la toma de
decisiones que hemos descrito son los ciudadanos quienes deciden de forma
indirecta a través del ejercicio de diversos derechos políticos: libertad de
expresión, reunión, manifestación, asociación y participación. Las cuatro
primeras se limitan –y no es poco– a influir en la toma de decisiones por parte
de los poderes públicos. La quinta, el derecho de participación política, en su
sentido estricto de derecho electoral, hace que el ciudadano decida en un
aspecto clave: sobre la composición de las cámaras parlamentarias. Las
elecciones son el instrumento que legitima democráticamente a todo el Estado,
al conjunto de poderes políticos, administrativos y judiciales.
En todo caso, si bien los ciudadanos
están constitucionalmente situados por encima de estos poderes –dado que la
soberanía, el poder supremo, reside en el pueblo–, la idea de Estado de derecho
presupone que estos mismos ciudadanos estén sometidos, al igual que los poderes
públicos, a las normas que estos aprueban, ya que en conocida frase de
Rousseau, obedecer a las normas “no es más que obedecerse a sí mismos”, ya que
son ellos, los ciudadanos, quienes les han dado su consentimiento. Este es, en
definitiva, el orden democrático representativo en el cual sólo aquello que es
legal es jurídicamente legítimo, ya que sólo son las leyes quienes determinan
los derechos y deberes de las personas y las competencias de los poderes.
Pero además, como excepción a la
democracia representativa, también los ciudadanos pueden decidir de forma
directa, en especial a través de los referéndums, es decir, del derecho a voto
sobre una pregunta a la que debe contestarse de forma positiva o negativa, con
un sí o un no. Es a eso, y sobre una materia determinada, la separación de
España, que en Catalunya se habla de “derecho a decidir”. Es decir, los ciudadanos
deciden ejerciendo derechos, las instituciones públicas dictando normas de todo
tipo, pero se intenta dar la apariencia de que los catalanes sólo van a decidir
realmente en un referendo sobre la independencia de Catalunya. ¿Por qué? A mi
modo de ver porque con el término específico derecho a decidir se oculta otro
derecho que está regulado en los tratados internacionales y que no es de
aplicación a Catalunya. Se trata del derecho a la autodeterminación, sólo
admisible en situaciones coloniales o en aquellas otras en las que un Estado
niegue los más elementales derechos a sus ciudadanos. Como es obvio, nada de
ello sucede en Catalunya. Por tanto, el derecho a decidir –si por derecho
entendemos algo que las leyes vigentes regulan y no un derecho natural o divino
propio de épocas premodernas– es un derecho inexistente, un supuesto derecho,
sólo inventado como instrumento de lucha ideológica pero sin base jurídica
alguna.
No pueden, pues, los ciudadanos
catalanes tomar una decisión sobre su independencia que, inevitablemente,
vincularía a terceros, en concreto al resto de España y a la Unión Europea. Una
decisión de este tipo, además de ilegal sería irrazonable, ya que tal decisión,
al afectar a otros, obviamente debe contar con su acuerdo. Sólo mediante una reforma
constitucional, según el procedimiento previsto en la propia Constitución, que
implica necesariamente la ratificación del pueblo español, sujeto en el que
reside la soberanía, podría en su caso decidir sobre la independencia de
Catalunya. En este pueblo español están también incluidos, como se sabe, los
ciudadanos catalanes.
Francesc de Carreras, catedrático de
Derecho Constitucional de la UAB
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