Cataluña sin España
El País | Antonio Elorza
Cuando en 1927 el joven Pierre Vilar se
instala en una residencia para investigadores de Barcelona, no deja de
sorprenderle la actitud del conjunto de residentes en relación a España, algo
tanto más significativo cuanto que entre ellos encuentran personalidades como
Pompeu Fabra y Nicolau d’Olwer. El castellano era para ellos una lengua
extranjera, reservada para los iberoamericanos; con otros no catalanes,
preferían hablar en francés o inglés. Explicaban puntualmente los rasgos
culturales de Cataluña y sus grandes hitos históricos, las derrotas de 1689 y
1714, vinculándolas a la opresión de la Dictadura. Ser de Montpellier, la
patria de Jaume el Conqueridor, le valía a Vilar gestos de simpatía. Prohibido
entonces El Segadors, escuchaban emocionados el Canto de la Senyera. La
rivalidad con Madrid constituía un tema obsesivo. “Desgraciadamente para
España”, concluye Pierre Vilar, “el enfrentamiento entre Cataluña y Castilla,
visto por un testigo francés, se parece menos a las bromas amistosas entre
Norte y Sur que al diálogo de sordos de las tensiones internacionales”.
Recordé estas notas cuando hace diez
años leí algunos de los artículos y discursos con que Pasqual Maragall sentaba
las bases doctrinales de su reforma estatutaria. Me sorprendió la fusión de
elementos de modernidad, tales como el diseño de una región supranacional en
torno al eje mediterráneo, con las referencias apolilladas a la Corona de
Aragón, lo cual no era inocuo, pues Murcia quedaba eliminada, por muy
mediterránea que fuera, y en cambio estaba ahí la referencia a Montpellier, por
lo de don Jaime, como si fuera su estatua la que preside el ingreso en la
ciudad, y no la de Luis XIV. Ni más ni menos que “la Corona de Aragón que nos
llega del futuro”. Pensemos también en aquel socialista catalán que cuando se
dirigía a Toulouse —perdón, Tolosa del Llenguadoc— se emocionaba al iluminar
los faros el letrero de Muret, lugar de la batalla que en 1213 frustró un
Estado occitano-catalán. Todo propio de conservadores posrománticos.
La diferencia entre ambas es que la de
Maragall se convirtió en lanzadera de un proceso histórico cuyo punto de
llegada se aparta claramente de su intención, que parecía consistir en la
confluencia de las aspiraciones nacionales de Cataluña con la renovación de
España, “la Catalunya gran en la Espanya plural”, en la línea de Prat de la
Riba y de Cambó. Solo que el discurso sobre España subía a las nubes de los
sentimientos, mientras que para Cataluña se trataba de un salto en el poder, a
la federación asimétrica (léase confederación) que si España la acogía con
“amor” (sic) produciría óptimos resultados. Probablemente sin enterarse de
nada, en medio de la hojarasca maragalliana, Zapatero estaba dispuesto a ofrecer
ese amor, solo que luego las cosas no serían tan fáciles.
Detrás de Maragall se encontraba además
su amigo Rubert de Ventós, quien sintiéndose forastero como senador socialista
en Madrid, se entregó a una predicación aun inconclusa, que tuve ocasión de presenciar
asombrado el año 2000 en la Universidad de Columbus, al escuchar cómo Cataluña
se manifestaba a través de sus palabras, para mostrar la evidente
incompatibilidad entre Cataluña y España. Un verdadero iluminado que, tras ser
el primero en recibir a Mas en su regreso de la entrevista con Rajoy, sigue
escribiendo cosas tales como que se siente “crucificado por el AVE”, al ser
radial, y que las fronteras son fruto de “la sangre de los soldados y del semen
de los emperadores”. Pues este hombre, en tiempos lúcido lector de Hegel, fue
el autor en 1999 del libro-programa De la identitat a la independència,
prologado por Maragall, y anuncio de la lógica política que rige el preámbulo
al proyecto de Estatut en 2004, donde hay una nación y media —Cataluña y el
valle de Arán— y otra tan inexistente que ni siquiera merece ser mencionada,
España. Más allá de los recortes introducidos, semejante lógica dualista
presidirá todo el proceso estatutario y pos-estatutario. Las manifestaciones
del “Som una naciò” en 2010 o la reciente de la Diada, por no hablar del
editorial colectivo de 2009, La dignitat de Catalunya, responden a ese dualismo
insuperable. No son el origen de nada.
En La dignitat de Catalunya, una frase
perdida da la clave: “No existe la justicia absoluta, sino solo la justicia del
caso concreto”. Léase inhabilitación del TC para modificar el Estatut. No
importaba el contenido de los recortes, avales sin embargo de lo esencial del
texto, al cual introducían “en el marco constitucional”. Por el solo hecho de
serlo, la sentencia lo era “contra el Estatut”, según afirmó un
constitucionalista en estas páginas, sin molestarse en abordar el menor
análisis del contenido de lo reformado. Al modo del soviético Suslov cuando en
1968 los comunistas checos proponían modificaciones a su diktat, la respuesta
no requería una lectura previa: “No sirven”. En el orden simbólico, la
Constitución ya no existía. Como ahora, en el plano real. Catalunya sin España.
Volviendo la mirada hacia atrás, hay que
tener en cuenta las observaciones antes mencionadas de Pierre Vilar, y
reconocer en consecuencia el esfuerzo de la izquierda catalana, tanto del PSUC
como de los socialistas, para superar un distanciamiento y un menosprecio hacia
España muy arraigados en Cataluña, desde los tiempos de Lo catalanisme de
Almirall. Además, no era una actitud construida sobre el vacío. Cataluña había
sido en el siglo XIX la vanguardia de la modernización ibérica, pero
adecuándose al atraso español, no superándolo. El eje Milán-Turín hizo Italia,
Barcelona “impuso el proteccionismo en España”, en palabras de Cambó. Con el
crecimiento económico y la democracia, y, claro, la autonomía, parecían
sentadas las bases de un equilibrio, pero ello no eliminó las raíces
intelectuales de la fractura, intensificada por la presión catalanista que tras
la euforia de la Transición acabó atrayendo a los intelectuales socialistas y
excomunistas.
Fue así la incapacidad de la izquierda
para lograr la cuadratura del círculo, conjugando catalanismo y socialismo, lo
que abrió la puerta, sobre el telón de fondo de la crisis, al proceso puesto en
marcha por Mas.
Y en el socialismo, a la confusión
sucedió el oportunismo, hoy clave para la huida hacia adelante de la
independencia. Con la ayuda de sus constitucionalistas anticonstitucionales,
Rubalcaba ha encontrado la fórmula perfecta: desde su pasividad, dirá que no a
la separación, pero jugando con el a burro muerto cebada al rabo de su
indeterminado federalismo y dando luz verde a que el PSC proporcione el apoyo
decisivo ante Europa a la “transición nacional” (otra idea de Rubert de Ventós)
por parte del PSC. Así, desde unas innegables buenas intenciones, el caos
intelectual del PSOE y del PSC hace inevitable la catástrofe.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia
Política.
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