ene 13 17
Razones y sinrazones de la
autodeterminación
El País | Andrés de Blas Guerrero
El incremento de las tensiones
secesionistas en Cataluña obliga a plantearse con un mínimo de reposo la
naturaleza del principio de autodeterminación. En la vida política hay
conceptos e ideas que vienen acompañados de una presunción de legitimidad.
Sucede esto con la idea de autodeterminación, más todavía con el derecho a
decidir, muy por encima en la estima ciudadana de conceptos similares como el
derecho de secesión o la misma llamada a la independencia nacional. No parece
por ello fuera de lugar una breve reflexión sobre un principio de
autodeterminación que tiene dos claras dimensiones no siempre congruentes: la
interna, equivalente al derecho de autogobierno, entendiendo por tal el derecho
de todo ciudadano a participar en la formación y control de su gobierno, y, con
un pequeño toque de ilusionismo (decía R. Emerson), la externa, el derecho de
un colectivo de personas a formar su propia organización política si así lo
decide la voluntad mayoritaria de sus integrantes.
La desmesura de una concepción lata de
la autodeterminación externa hace indispensable una especificación acerca de
cuáles serían los colectivos en condiciones de ejercer el supuesto derecho a la
creación de su propio orden político. En definitiva, de fijar el autos y el
alcance del proceso determinante. Es el momento en que el derecho a la autodeterminación
externa da paso a la recuperación del viejo principio de las nacionalidades.
Serían los pueblos, entendidos como realidades étnico-culturales, que han
trascendido a la condición de naciones a través de un proceso de toma de
conciencia política, los que podrían aspirar al máximo de realización política
en la forma de un Estado soberano.
Así acotado, este derecho sigue siendo
un principio político de casi imposible aplicación. Si en el mundo pueden
existir de 4.000 a 5.000 potenciales naciones culturales, atendiendo a la
existencia de una lengua específica, ningún político responsable podrá admitir
un principio que puede conducir a una voladura del mapa del mundo para dar paso
a la plena realización política de las eventuales demandas de unas naciones así
entendidas. El filósofo político todavía podría añadir otra razón a este límite
impuesto por una elemental prudencia política. Se trataría de constatar la
razón por la cual algunas singularidades culturales y no otras, las religiosas
por ejemplo, podrían optar por un supuesto derecho a la autodeterminación
externa.
El absurdo de un principio que en su
desarrollo amenaza con desbordar los efectos potencialmente destructivos de un
presunto derecho a la revolución, obliga a fijar los límites en que el mismo
puede ejercerse. Hasta la II Guerra Mundial no hubo otros límites que los de la
fuerza de los procesos de independencia, el aprovechamiento de las crisis de
los imperios o la voluntad de las grandes potencias. Con la práctica de
Naciones Unidas, el principio de la autodeterminación externa se pone al
servicio de los procesos de descolonización. Las regulaciones complementarias
del derecho internacional permiten ampliarlo a supuestos de opresión cultural o
política, pero más allá de este marco, la autodeterminación externa constituye
un principio sin fuerza normativa que lo respalde y, puede añadirse, sin
justificación moral o política que lo avale. Entender este principio como el
mero fruto de una voluntad política no justificada en alguno de los argumentos
recogidos en el derecho internacional, además de un acto irreflexivo, chocaría
con el principio de conservación y mantenimiento de las realidades estatales
reconocido en ese marco jurídico.
En el caso español, los límites del
derecho internacional y del sentido común a la práctica del principio de
autodeterminación externa se ven complementados por un orden constitucional que
en su artículo 2 reconoce la indisoluble unidad de la nación española y hace al
pueblo español en su conjunto depositario de la soberanía. Quiere ello decir
que la apelación a este principio por una parte del territorio español
solamente puede abrirse paso, desde el punto de vista del derecho, mediante un
proceso de reforma constitucional. Y desde el punto de vista de una sociedad
democrática y desarrollada, mediante la explicación de las razones que llevan
al cuestionamiento de un Estado y una nación seculares, presumiendo la
inviabilidad de otros expedientes políticos de carácter liberal-democrático
para solventar los hipotéticos problemas que aspiran a solucionarse mediante la
voladura del Estado. Lo que a menudo se olvida en un planteamiento de
pretensiones secesionistas aplicado al caso español es que el Estado de los
españoles descansa en una legitimidad histórica, democrática y nacional que
cuando menos es equiparable a la que puede amparar las pretensiones de
separación. Lo que hace obligado el proceso de diálogo y negociación como vía
de solución de cualquier contencioso de esta naturaleza.
La insistencia del nacionalismo catalán
en la traumática vía de la autodeterminación externa hace que de modo
comprensible surjan voces en Cataluña y en el resto de España que se
manifiestan a favor de una consulta. Resultan muy convincentes las razones de
los que piensan que esa consulta pondría de manifiesto la falta de apoyo
mayoritario a las opciones secesionistas. El problema es que nuestro orden
constitucional no deja hueco para la misma. El artículo 94 de la Constitución
prevé un referéndum consultivo para “todos los ciudadanos”. Salvo que se
pretenda conocer la voluntad del conjunto de los españoles sobre una eventual
separación de Cataluña, parece evidente que el único cauce jurídico para la
misma habría de ser la reforma de la Constitución. Pero más allá de la
autoridad que se desprende de la observancia del Estado de derecho, creo que
conviene insistir en la necesidad de una justificación de la demanda de
secesión que haga inviables los expedientes a favor del pluralismo cultural y
político previstos en el ordenamiento constitucional. Sin esta justificación y
su posterior discusión, el conjunto de los españoles no podrá tomarse en serio
las pretensiones de una parte de la sociedad catalana y no podrá, en
consecuencia, pensar en las posibles soluciones a las mismas.
Andrés de
Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado en la UNED
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