MANUEL MARTÍN FERRAND
Les salió el tiro por la culata, como
suele sucederles a los astutos recalcitrantes, porque la solución al grave
momento nacional es política
ASEGURAN quienes han dejado de ser sus
más fervorosos partidarios, que son bastantes, que Mariano Rajoy se cree un
trasunto de Nicolás Maquiavelo; pero ni estamos en el Renacimiento, ni
Florencia es Santiago de Compostela, ni hay a la vista ningún Medicis a quien
traicionar. Rajoy le llama astucia a la dilación, esa peligrosa tardanza que
unas veces es hija del terror, otras de la pereza y, en las más de las
ocasiones, de la errática teoría de que no hay mal que cien años dure. La rueda
de prensa del último Consejo de Ministros fue la escenificación de un final de
trayecto. Desde una concepción pretendidamente sagaz, ausencia de Rajoy
incluida en la artimaña, se quiso dar la idea de un Gabinete sólido y dispuesto
a todo para que la economía nacional funcione. Les salió el tiro por la culata,
como suele sucederles a los astutos recalcitrantes, porque la solución al grave
momento nacional es sustancialmente política.
Pretender que el futuro remedie el
presente no es nada «maquiavélico». Es una marrullería dialéctica válida, como
en nuestro caso, cuando la oposición tiene menos ideas que el Gobierno y
muchísimo más desorden y disidencias. Unos cuantos recortes más,
vergonzantemente anunciados, no aliviarán los males del Estado que, por si
fueran pocos, aprovechan la crisis para engordar y radicalizar sus brotes
separatistas. Algunos, los resignados, esperábamos del Gobierno un plan
enérgico de actuación política y nos encontramos con tímidos retoques de
naturaleza económica. En consecuencia, ya no cabe la resignación y es preciso
entregarse a la preocupación. La cuquería rajoyana le ha aportado ya un millón
de parados a la EPA.
Lo
nuestro no tendrá arreglo mientras un Gobierno soportado por una mayoría
absoluta, como el de Rajoy, no decida una profunda reforma estructural de la
Nación, embride los gastos superfluos del Estado, reconduzca las Autonomías a
su condición administrativa territorial sin veleidades fantasiosas y
despilfarradoras y, después de haber reducido a menos de la mitad el número de
Ayuntamientos, les meta en cintura y en razón. Algo que dificulta el clientelismo
partitocrático. El gigantismo administrativo no solo nos cuesta un Congo, sino
que esclerotiza la iniciativa privada y, desde su instalación en la morosidad,
disminuye las posibilidades crediticias de las empresas. Abordar estos asuntos,
por impopular que resulte, es política. Lo que necesitamos. Exige resolución y
fortaleza, pero no dinero. Aplazar el problema con un retoque en los impuestos
menores, el alargamiento en el plazo de caducidad de los mayores y la asunción
de que el paro no empiece a superarse hasta dentro de cuatro o cinco años, es
despilfarrar toda una legislatura en astucias y parches economicistas.
¿Maquiavelo
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