José María Ruiz Soroa 29 OCT
2012 El País.
Al hilo de la reivindicación por la ciudadanía catalana del
derecho a ser consultada referendatariamente acerca de su voluntad
secesionista/unionista por respecto a España, una propuesta ésta que es
perfectamente defendible en términos democráticos, se nos está colando de
matute en el debate una reivindicación diversa, la del “derecho a decidir” de la
misma ciudadanía. Decidir ¿qué? Pues, según parece, decidir el estatus de
integración en España que le pluguiese a esa ciudadanía, fuese el mismo uno
federal, confederal, asimétrico o mediopensionista.
La idea resulta incluso lógica a primera vista, por el
aire de familia que tiene el derecho a secesionarse con un presunto derecho a
decidir otras situaciones menos traumáticas o rupturistas. El antiguo
brocardo de que “quien puede lo más, puede lo menos”, parece abonar la bondad
de la idea: si una parte de la sociedad puede decidir lo más, su salida de la
comunidad estatal, ¿no tendría también el derecho a decidir lo menos, su forma
de estar en ella?
Y, sin embargo, la corrección lógica de esta idea se
derrumba no bien nos apercibimos de que no estamos ante una cuestión de
cantidad (más/menos), sino ante una cualitativa: “entrar/salir” son actos que
pertenecen a una categoría distinta de la de “cómo estar dentro”.
Ejemplo obvio: el matrimonio.
Casarse o divorciarse es una decisión unilateral de cada
sujeto, pero difícilmente podrá sostenerse que una parte tiene el derecho a
definir unilateralmente su estatus dentro de un matrimonio. Eso es algo
que corresponde decidir a ambos cónyuges.
Exactamente lo mismo que en cualquier asociación o
comunidad: entrar o salir de ella puede definirse como un derecho individual de
cada miembro, pero no existe el derecho a definir unilateralmente la forma en
que cada quien va a estar en la asociación. El contenido del estatus de socio
lo definen y pactan entre todos.
Traducido a los problemas que nos ocupan, esto significa que
el llamado “derecho a decidir” de Cataluña es todo menos un concepto con el
que pueda convenirse; es un pseudoconcepto, un término borroso con el que los
nacionalistas gustan de esconder las aristas más hirientes de su propuesta.
Secesión e independencia son palabras “malas”, asustan al
elector medio; soberanía o derecho a decidir son palabras “buenas”.
Y el debate político está dominado por una regla de oro:
hacer acopio de las palabras buenas para la posición propia.
Cuando se celebró el referéndum quebequés en 1998 los
estudios sociológicos mostraban que el apoyo a la propuesta separatista bajaba
20 puntos si se utilizaba el término “independencia” en lugar de “soberanía”.
Probablemente sucedería lo mismo si en vez de “decidir” se hablase de
“separarse”.
Mejor intentar razonar en torno a los procedimientos que
caben para dar cauce a sus peticiones
La sociedad catalana está legitimada para decidir si, al
final, prefiere “remar ella sola” separada de la española, como ya dijo Manuel
Azaña. Pero no puede decidir cómo y con qué condiciones se queda en España si
tales condiciones están fuera de nuestra Constitución, porque eso es algo que
sólo el conjunto de esa sociedad que denominamos España puede decidir.
Por eso, la trampa del pseudoconcepto está no tanto en lo
que dice como en lo que calla: lo relevante de ese “derecho a decidir” no es el
contenido sino el cómo: ¿decidir solos los catalanes o decidir conjuntamente
con todos los españoles? ¿Derecho unilateral o derecho compartido? Esa es la
cuestión que hay que tener clara y sobre la que convendría hacer un poco de
pedagogía constitucional.
La Constitución de 1978 establecía sí un cierto margen de
decisión para cada Comunidad a la hora de definir su estatus (principio
dispositivo), pero siempre dentro del elenco de estatus previstos en ella. Si
alguna quiere salirse de ese elenco y reivindicar uno nuevo y distinto, se
trata de una petición legítima que podrá plantear al conjunto e intentar
conseguir por el diálogo y la negociación, ampliando el surtido de
posibilidades institucionales. Pero al final, el derecho a modificar o no la
Constitución para ampliar o no las posibilidades y grados de autogobierno, a
construir o no una federación más asimétrica que la actual, es un derecho del
conjunto de los ciudadanos españoles. No sólo porque ellos son el soberano,
sino porque es de pura lógica conceptual y funcional.
En los momentos que vivimos es bastante inútil, en mi
opinión, intentar hablar de realidades o historia con los catalanes, porque su
sensibilidad está sobreexcitada y en carne viva. Mejor por ello intentar
razonar en torno a los procedimientos que caben para dar cauce a sus
peticiones, así como los que no caben por carecer de la mínima claridad y
precisión exigible a un procedimiento. Y el derecho a decidir, tomado así en
bruto, es uno de los más imprecisos y borrosos que pueden imaginarse. Claridad,
por favor.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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