miércoles, 26 de septiembre de 2012

Manifestaciones de buena fe.







INTENTAR un cerco del Congreso no es manifestarse «de buena fe», como dijo ayer Elena Valenciano y como se comprobó por la tarde. Porque el Código Penal considera un delito castigado con prisión las concentraciones ante las sedes parlamentarias cuando sus miembros estén reunidos. Por eso Ruiz-Gallardón calificó de «agresión a la democracia» las concentraciones.

Y la Delegación del Gobierno cumplió a la perfección con su obligación al impedir el acceso a las inmediaciones del Congreso. Al final, la escasa participación contribuyó a evitar altercados importantes, excepto en el caso de un manifestante que resultó herido de gravedad

El Pleno del Congreso se desarrolló sin incidentes



Mientras en la calle los manifestantes intentaban en vano acercarse al Congreso, dentro los diputados asistían a un Pleno que se alargó hasta cerca de las 23.00 horas y al que acudieron varios miembros del Gobierno, con Soraya Sáenz de Santamaría a la cabeza, para apoyar la legitimidad democrática de las Cortes frente a las pretensiones de los manifestantes de «ocupar» la Cámara Baja.
 «La democracia tiene que ejercerse sin presiones», dijo la vicepresidenta a la salida del Hemiciclo, mientras ella y el resto de diputados trataban de averiguar si podían abandonar el Congreso con tranquilidad.
Sáenz de Santamaría defendió que la Cámara Baja es «inviolable», porque es el lugar que «representa la democracia» y que, además, «ha costado mucho conseguir», informa M. Cruz.
Por su parte, el presidente del Congreso, Jesús Posada, se mostró satisfecho por que el Pleno hubiera discurrido con normalidad, aunque lamentó los incidentes que en esos momentos se estaban produciendo a escasos metros de distancia. Mientras, medio millar de personas imitaron a los 'indignados' madrileños en Barcelona y se concentraron frente al Parlamento de Cataluña, reclamando la dimisión de los diputados al grito de «culpables» y abucheando a Artur Mas.
En Sevilla, 1.000 personas se concentraron ante el Parlamento convocados por el Sindicato Andaluz de Trabajadores al grito de «este Parlamento lo vamos a tomar»

Los profetas de la política no pudieron augurar que Rajoy siguiera los pasos de Zapatero.


http://lavinetasatirica.blogspot.com.es/2010/10/caricatura-de-mariano-rajoy.html

El naufragio
MANUEL MARTÍN FERRAND
Los profetas de la política no pudieron augurar que Rajoy siguiera los pasos de Zapatero. Parecía un imposible metafísico, pero ahí está la realidad.
SEGÚN pasan los días, vertiginosamente, Mariano Rajoy -su política, su conducta, su actitud- se asemeja más a José Luis Rodríguez Zapatero. ¿Será que el escenario, el decorado y el ambiente tienen fuerza determinante sobre la sensibilidad y las ideas del inquilino titular de La Moncloa? Nunca se sabe.
Zapatero, escaso de experiencia y sobrado de buena voluntad, se instaló en un buenismo infantil que, posiblemente, alcanzó su cota máxima con la prédica de la «alianza de las civilizaciones», un propósito tan benemérito como inútil que las Naciones Unidas han terminado por aceptar como causa propia. Rajoy, entonces en la oposición, hizo lo que otros muchos hicimos: dudar de la integridad intelectual del leonés, preso en un arrebato de fraternidad universal. El islam y el mundo occidental, cristiano, pueden llegar a convivir pacíficamente en aras de una mutua tolerancia; pero sus ideas, en profundidad, son antagónicas. La condición monoteísta es el único punto de encuentro entre ambos modos de entender y relacionarse con Dios y, sobre todo, el magma cultural que de ello se deriva tiene cargas que se repelen violentamente cuando tratan de juntarse.
Ahora, Rajoy, por un plato de lentejas -un asiento provisional en el Consejo de Seguridad- se ha convertido en continuador de su predecesor en eso tan quimérico y hueco de la «alianza». La asimetría que las teocracias islámicas marcan en su relación con los países cristianos -democráticos- es tan grande que resulta difícil el equilibrio que hoy occidente mantiene con ellos. Conviene recordar a Oriana Fallaci que, tras el 11-S verdadero, el de Nueva York, interrumpió su agonía para prevenirnos desde el conocimiento y la experiencia, contra el fundamentalismo islámico que, desde entonces, no ha dejado de crecer y certificar sus amenazas con un reguero de cadáveres occidentales.
Los profetas de la política, que no son pocos, no pudieron augurar que Rajoy siguiera los pasos de Zapatero. Parecía un imposible metafísico, pero ahí está la realidad. Una realidad errática que viene marcada por otra singularidad de la vida política española, la falta de consenso entre los grandes partidos nacionales sobre las líneas maestras de la política exterior. Es la misma demoledora carencia de acuerdo que fomenta la efervescencia secesionista de los partidos nacionalistas y que introduce, siempre fuera del Parlamento, un debate nacional distante del que reclaman los ciudadanos y que es germen de la desafección y distancia entre los ciudadanos y sus representantes, entre el pueblo y la política. El hecho de que Rajoy continúe la labor integradora entre civilizaciones y culturas irreconciliables que comenzó su predecesor, algo que el del PP criticó con saña, es otra prueba del naufragio. Sálvese quien pueda.

Estériles raíces




GABRIEL ALBIAC.
Muchos piensan que es hora de abandonar al suicida a su destino: sus estériles raíces

CAREZCO de raíz: no soy un árbol. Y de las muchas necedades que fueron el precio de aquel fin pactado de la dictadura, fue la nacionalista la más extraña. ¿Qué puede llevar a un adulto en sus cabales a juzgar más precioso el honor de tierra, sangre, cromosomas y mitos que el sereno cuidado de sí mismo? De las innumerables reflexiones sobre las hecatombes nacionales, sólo me es convincente la cínica anotación del Guicciardini que, hace medio milenio, dice no ver tragedia en la muerte de una patria -todo muere- y sí en el doloroso impacto de sus cascotes sobre nuestras cabezas. Todo muere: las naciones y nosotros. Cuando esa hora llega, es mejor no batallar con el destino: planificar, tan sólo, que la inevitable defunción de unos no arrastre la de todos.

Cataluña se muere. Es sólo un hecho. En un arrebato suicida que todo lleva a pensar irreparable. Es triste. Por suicidarse es potestad del sujeto libre. No será la primera vez que la pulsión nacionalista acaba en eso. Sucedió en las Alemania y Austria de entreguerras, ni siquiera hace un siglo. Sucedió en la mutación de un gang de narcotraficantes albaneses en Estado kosovar, hace un par de decenios. Así son las cosas. Cuando tales deseos de morir irrumpen, sólo queda trazar una barrera protectora: que aquel que quiera perecer perezca; sin salpicar demasiado.

Cataluña es hoy residuo de un esplendor perdido. No hay enigma: la nostalgia como única política lleva necesariamente a eso. La nostalgia erige en exigencia lo que jamás existió; es la triste constelación de fantasías con la cual ha de jugar aquel que sabe que no supo enfrentarse a la cadena de sus errores. La retórica nacionalista ha convertido a la brillante Cataluña de hace cuarenta años en esto: sociedad obsoleta, en lo social y cultural tanto como en lo económico. Su inenjugable endeudamiento es sólo síntoma de un estado terminal.

Es el nacionalismo ideología matriarcal -¡ah, la pobre sufriente madre patria…!- y cálida. Consuela, de momento. Hasta el instante de estamparse contra la realidad tan fría. Pero eso será luego. De momento, los cánticos y danzas locales reconfortan: sueñan volver a un bucólico paraíso perdido. A quienes nada creemos, nos dan risa benévola los paraísos, los coros y las danzas. Pero el nacionalismo es cosa de creencia. Y de nulo sentido del humor. Y la mayor puerilidad reviste, en él, valor de mito. Constituyente.

Tras una hipotética independencia, Cataluña quedaría fuera del doble blindaje de España y de la UE: de una España que es su mercado cautivo y casi único; de una UE cuya normativas la forzarían a ponerse en la cola para solicitar un ingreso que ni siquiera podría empezar a tramitarse hasta que acabe el de Turquía. En el curso de ese largo plazo, el nuevo pequeño Estado quedaría exento de ayudas europeas y compras españolas, y el alzado de su fronteras impediría a las multinacionales allí asentadas operar libremente en Europa. No hay a eso más horizonte que el de la bancarrota.

Pero hay veces en que uno desea naufragar. Y nadie puede impedirlo. La ley permite tramitar ese naufragio. Conforme a lo que la Constitución codifica. La reforma constitucional, aparte de otras complejidades, requerirá un referéndum: no en Cataluña, sino en España, porque un sujeto constituyente sólo puede legalmente ser disuelto por él mismo. Puede que el «sí» sea más abundante en el resto de España que en las cuatro provincias catalanas. Muchos piensan que es hora de abandonar al suicida a su destino: sus estériles raíces.

Insolidaridad y deslealtad



JOSÉ MARÍA CARRASCAL (ABC)
Mientras CiU emprende el camino de la separación de España, el PSOE resucita el federalismo. La crisis económica se nos ha quedado pequeña.
LAS crisis igual hunden a un país que le permiten deshacerse de todo aquello que lo lastra e iniciar una nueva etapa histórica. Depende de la naturaleza de su pueblo. Porque hay pueblos a los que las crisis unen, y los hay a los que las crisis rompen. El pueblo español, por desgracia, pertenece al segundo grupo. Sobre las causas no voy a entrar, pero tal vez tenga que ver con la renuencia a reconocer nuestros errores. La culpa siempre es del otro. En cualquier caso, esta crisis está separando no sólo a los catalanes del resto de los españoles, sino también el resto de los españoles entre sí, como demuestran las manifestaciones en torno al Congreso pidiendo a gritos y pedradas su disolución y la incapacidad de PP y PSOE de llegar a acuerdos de mínimos.
Convencido de que «es tiempo de jugársela», Artur Más lanza el órdago independentista por etapas: primero, nuevas elecciones, que espera ganar por amplia mayoría y tomará como espaldarazo para «abrir un proceso de autodeterminación». Luego, «será el pueblo catalán quien deba guiar y con qué fuerza ese proceso», aunque sin hablar de referéndum. Todo ello adobado con su larga lista de agravios: el recorte del estatuto, el desprecio de su lengua, el expolio de sus arcas. Mentiras todas, pues se trata de corresponsabilidad fiscal, de que sólo se recortó al nuevo estatuto las inconstitucionalidades que contenía y de que si hay una lengua despreciada en Cataluña es el español. Pero la mentira es inherente al nacionalismo como la espuma a la cerveza. ¿Qué podemos hacer ante ello? Poco, pero firme. Ceder, nos está prohibido. Contraatacar, agravaría las cosas. Los nacionalistas catalanes han emprendido un camino a ningún sitio -por razones internas y externas- y sólo ellos pueden desandarlo. Cumplir la ley y hacerla cumplir es nuestro único papel. Y recordar, como hace Bruselas, que fuera de la ley sólo hay la jungla o el desierto. Si fuera una partida de póquer, diríamos que Mas se ha tirado un farol sin ningún as en la mano. Como se trata de nacionalismo, lo atribuimos a la enajenación mental transitoria que provoca. Esperando que la realidad les despeje, aunque no estando seguro de ello.
Tanto o más grave es la deriva federalista tomada por el PSOE, por si no nos bastase el soberanismo catalán. ¿Pero no saben que el federalismo sirve para unir estados separados, no para desunir los ya juntos? ¡Claro que lo saben! ¿A qué viene, entonces, resucitarlo? Pues para no formar frente común con Rajoy. Lo han dicho abiertamente los socialistas catalanes: cualquier cosa menos aliarse con el PP. Toda la política socialista se reduce a eso: a oponerse al PP. Aunque favorezca a los independentistas. Lo hicieron con Zapatero y lo hacen con Rubalcaba. A fin de cuentas, fue su vicepresidente. Y ése sí que es un problema, pues si lo de CiU es insolidaridad, lo del PSOE es deslealtad.

IN-DE-PEN-DEN-CIA


Mueve a los suyos entre bambalinas para armar un nuevo sistema de financiación que amanse a las fieras

IN-DE-PEN-DEN-CIA. Esto es lo que hay. Mas, tras la Diada y todo lo demás, ha dado un paso que no tiene retorno. Coincido con Girauta. Se acabó el cuento. Durán y los ambiguos quedan fuera de la pista. Llegó la hora de definirse. Y yo, la verdad ansío que lo hagan en público y nítidamente actores esenciales de la película que aún no han dado la cara. Sí, me refiero a los Fainé, Piqué, Godó, Brufau, Gabarró, Lara, Oliú, Carulla y compañía. Los que manejan la pasta y están siempre en la pomada decisiva. Los que reparten y reciben el pastel. In-de-pen-den-cia. Máscaras fuera. (Melchor Miralles)

Carne de cañón (Ignacio Camacho, ABC)


Ayer en la manifestación de Madrid
Agitación callejera en Madrid y órdago secesionista en Barcelona: excelente aval para vender confianza en un país.
LA ensimismada matraca del nacionalismo se ha vuelto a cruzar en el escenario de una nación a punto de quiebra.
No es un hecho casual: la ofensiva soberanista trata de aprovechar la debilidad del Estado y la falta de cohesión de una sociedad afligida por la crisis. Hay un profundo malestar ciudadano que incita al desistimiento de problemas que la mayoría puede tender a considerar de rango menor. La secesión catalana no lo es objetivamente pero mucha gente siente en España la tentación de enviar ese debate a paseo. Y los promotores del acelerón independentista no sólo lo saben sino que cuentan con esa pulsión escéptica para crear condiciones favorables a su causa.
El Estado, que no sólo el Gobierno, está bajo asedio.


Por fuera presionan los mercados de deuda, ansiosos ante la incertidumbre del rescate financiero. Por dentro se incuba un desafecto antipolítico que provoca sacudidas radicales como la de ayer ante el Congreso, minoritaria en la calle pero con fuerte respaldo entre una izquierda deconstruida y entre los numerosos usuarios de las redes sociales. El vínculo de la representación democrática se ha debilitado de modo perceptible, alarmante, aunque hasta ahora el desencanto cuaje más en escepticismo que en algarada, y la clase dirigente ha perdido gran parte de su capacidad de liderazgo. Todo eso constituye un enflaquecimiento estructural que el incansable ímpetu nacionalista ha aprovechado para plantear su desafío. La independencia es una quimera tan evidente que hasta sus partidarios eluden mencionarla por su nombre y se agarran a una sofisticada cadena de eufemismos; pero se trata de un proyecto con capacidad de seducción emotiva en un momento en que mucha gente carece de estímulos y necesita creencias a las que agarrarse.

En esta tesitura tan sensible, el impreciso órdago soberanista se atraviesa en el debate público de la manera más inoportuna posible. A las muchas inseguridades que hoy por hoy ofrece España se suma nada menos que la de la integridad de su territorio. Será difícil que alguien le preste dinero a un país amenazado por la posibilidad de fragmentación, por lejana o inviable que resulte de hecho; si de algo huye el capital es de la inestabilidad y del ruido. En ese sentido somos carne de cañón. Da igual que la realidad pueda ser distinta, que la inmensa mayoría de compatriotas se afane en sus quehaceres y sus zozobras, que también esté harta de problemas artificiales y de extremismos nihilistas, que el debate político -y mediático- sobredimensione minucias o priorice delirios. Nuestra imagen en el extranjero será hoy la de las cargas policiales callejeras en Madrid y la de un designio separatista oficial en Barcelona. Excelente aval para ir por ahí vendiendo solvencia y tratando de sostener que somos dignos de toda confianza.